
Gran parte de las películas sobre asesinos seriales, o sospechosos de serlo, se concentran en ellos, sus historias de vida, sus traumáticos presentes (o quizás no tan traumáticos), en sus habilidades para asesinar y, fundamentalmente, en las características de su psicología. Al parecer, son estos personajes los que más atraen en este género. Incluso nos atraen a nosotros con una suerte de placer culpable. Queremos saber más, queremos conocerlos más y, sobre todo, queremos ver mejor cómo y cuándo matan. Digamos la verdad: un cadáver sangriento y despedazado es hipnótico.
Pero hay otras películas, las menos, que hacen foco casi por completo en las víctimas. Son ellas o ellos los protagonistas, nos interesa saber qué hace que sean presas fáciles para un psicópata, qué resortes se mueven para que bajen sus defensas y se entreguen, casi voluntariamente (o no), a sus victimarios. Porque así como el asesino serial tiene su historia, la víctima también. Hasta incluso puede ser más interesante.
Beast, escrita y dirigida por el inglés Michael Pearce, es una de esas películas. Sin ser extraordinaria, tiene el suspenso necesario para que no quieras perderte ni un minuto, tiene un par de giros en la trama que son relativamente impredecibles y es tensa casi desde el principio hasta los últimos planos. Como en todo thriller que se precie de tal, Beast es drama que aprovecha el molde del género para hablar de otras cosas. Un drama doloroso y lacerante.

En pocas palabras, la película aborda la historia de Moll (Jessie Buckley, de Pienso en el final, en una interpretación magistral) una chica no muy estable, con baja autoestima y dificultad para expresar lo que le pasa, quien vive en una comunidad un tanto aislada bajo la opresión disimulada (y no tanto) de su familia poco amorosa. Al menos con ella, porque a su hermana la tratan como si fuera una princesa.
Eventualmente, va a conocer a Pascal (Johnny Flynn) un hombre atractivo y un poco extraño que la seduce con inteligencia y sensibilidad. La familia se opone a cualquier tipo de vínculo entre los dos, pero tarde o temprano, Moll va a optar por la compañía de Pascal. Aún cuando Pascal es sospechoso de haber cometido una serie de homicidios brutales. Claro que ser un sospechoso no significa ser un asesino. Ahí reside uno de los ejes de Beast. ¿Qué puede hacer Moll para saber la verdad cuando ni la policía la sabe? Más importante todavía, ¿Qué es lo que realmente quiere saber?
Pearce es detallista, casi clínico pero afectuoso, en el retrato de Moll. No es retratada como una mujer sin poder, incapaz de tomar decisiones. Porque, de hecho, las toma y no se arrepiente. Pero sí la muestra vulnerable y con una fragilidad que no puede sino provocar tristeza. Es fácilmente manipulable, aunque también es cierto que en su vida tiene todo lo que se necesita para ser manipulada. Y hay algo que tiene que comparte con muchas mujeres, asesino serial o no. Es que está muy sola.

Ahí está lo más conmovedor de la historia de Moll. Porque todos sabemos que una persona puede estar rodeada de gente y sin embargo estar muy sola. No encajar, no encontrar un lugar propio, no ser nada para nadie es terrible. Y Moll está más que familiarizada con todo esto. Por eso tener alguien que la acompañe es tan importante. Conectar con ese hombre que la trata tan bien y querer saber más de él es lo que ella más desea. Aunque a la vez, y aquí aparecen las contradicciones tan humanas y tan bien exploradas, saber poco y nada es también una opción. Recordemos el viejo refrán: “La ignorancia es una bendición”.
Y por más que haya pistas por acá y por allá, más o menos verosímiles, descubiertas con mucho trabajo o espontáneamente, lo cierto es que el astuto guión es como un péndulo en perpetuo movimiento. No se puede dar nada por sentado. Incluso cuando ya sobre el final se vislumbra la verdad, es sorpresivo cómo el desenlace es ejecutado. Porque a veces solo es cuestión de decir la palabra o la frase equivocada. Con eso basta y sobra.