
Durante décadas, Victor y Raya Frenkel fueron las voces doradas del doblaje al ruso, voces privilegiadas y camaleónicas. Porque todas las películas occidentales que se mostraban en cines soviéticos eran dobladas por ellos. Pero, en 1990, con la caída de la Unión Soviética, los Frenkels se ven obligados a emigrar e Israel es el destino elegido. Como cientos de miles de judíos soviéticos, ellos también van a buscar un mejor presente. Y, por qué no, también un futuro promisorio.
Al llegar, el escenario no es el que esperaban. Es que no hay ofertas laborales para artistas del doblaje al ruso. Aun así, sus voces van a encontrar sus espacios, aunque no sean los más gratificantes. La Israel que les da la bienvenida pasará a ser un territorio un tanto hostil y bastante desesperanzador, al menos por un tiempo. Mantenerse a flote es muy difícil para todos, pero todavía más para tantos inmigrantes.
Voces doradas, dirigida por Evgeny Ruman y co-guionada con Ziv Berkovich, es una película tan afectuosa como nostálgica, con zonas luminosas y otras más bien amargas, una película que sabe muy bien qué quiere decir y cómo decirlo. Es la crónica, si se quiere, de todo un viaje interno con desvíos inesperados, donde hay un matrimonio en crisis y la sensación de que ya no hay más tela para cortar. Es el relato del devenir de la Historia y de cómo sus protagonistas tratan de sobrellevar cambios tan abruptos. Es un estudio de personajes, bien de cerca y detallista, que nos provoca empatía sin sentimentalismos, con un telón de fondo que compone un todo muy elocuente. Y, claro está, es un homenaje al arte del cine: a sus voces, sus imágenes y sus historias.

Ya solamente con entrelazar tan hábilmente todas estas aristas, Voces doradas irradia su propia luz. Sumemos las magnéticas y muy humanas interpretaciones de María Belkin y Vladimir Friedman como los Frenkels, el sentido del humor agridulce que sobrevuela todo el relato, la meticulosidad formal y narrativa y Voces doradas así se erige en una película superlativa. Es una de esas películas que se enriquecen con cada nuevo visionado. Porque, aunque parezca un juego de palabras, en su simpleza reside su profunda complejidad, sin un ápice de solemnidad. Todo lo contrario.
Hacía mucho tiempo que no veía un equilibro tan bien articulado entre lo árido de ciertos hechos y la aparente liviandad con la que se los examina. Y hablo de liviandad en el mejor de los sentidos, como una herramienta que desdramatiza la oscuridad pero no lo transforma todo en un maravilloso día soleado. A no confundir: la vacuidad de la superficialidad no aparece nunca en este escenario.
Entre otros méritos, hay uno que habla por sí mismo: uno no quiere que la película se termine. ¿Quién querría abandonar a personajes tan entrañables y únicos? ¿Qué va a ser de sus destinos cuando se apaguen las luces de la sala de cine? ¿Cómo vamos a hacer para no olvidarlos?
Es mejor no saber mucho más acerca de Voces doradas. Ya lo dicho aquí casi es demasiado. Porque adentrarse en una historia impredecible y considerablemente original significa dejarse llevar y esperar escuchar, con una ansiedad sana, esas afinadas voces doradas. Aunque más no sea por un tiempo.
