El hombre que vendió su piel, de Kaouther Ben Hania

Sam Ali es un joven sirio que toma la decisión de huir de su país para escapar de la guerra. Quiere viajar a Europa, vivir allí con su novia tan amada y, sencillamente, poder estar en paz. Y encuentra una manera muy poco común: se deja tatuar la espalda por un artista famoso. El tatuaje, enorme, es nada más y nada menos que una réplica de su visa de Schengen, imprescindible para entrar en Europa, y que Sam no pudo obtener protocolarmente.

Fue el artista quien lo ayudó a obtenerla, a  cambio de que él se transforme en una prestigiosa obra de arte que recorra el mundo. Por eso su piel tatuada es tan valiosa.

El hombre que vendió su piel, dirigida por Kaouther Ben Hania, es la primera película tunecina de la historia en ser nominada para el Oscar a mejor película extranjera, muy probablemente por su comprometida mirada sociopolítica en defensa de los refugiados. Pero no es eso lo único valioso que tiene la película de esta talentosa directora.

Porque el drama personal de Sam Ali, léase la relación con su novia y sus tribulaciones al darse cuenta de la dimensión de ser una obra de arte viviente, están explorados con profundidad, matices y afecto. La que podría haber sido una película distante y beligerante es, en cambio, cercana y sufriente, sin gritos desde la barricada.

La mirada crítica de Ben Hania también se extiende al mundo del arte, con su mezquindad, sus acuerdos secretos y sus miserias. Ni hablar de snobs y advenedizos. Si bien estamos frente a un  drama, también asistimos a una farsa, al menos por momentos. Ese también es otro mérito: cambiar de registro con facilidad, sin que se vean las costuras, para acompañar mejor a nuestro protagonista. Para ser testigo de sus ilusiones, sus planes y sus desilusiones.  

Sin la interpretación de Yahaya Mahayni como Sam Ali, El hombre que vendió su piel podría haber sido una película correcta y no mucho más, incluso con sus aciertos. Es él quien lleva la película adelante, en prácticamente todas las escenas, mostrando una transformación progresiva y dolorosa. Es él quien cree haber encontrado una salida que termina siendo un callejón. Porque todos sabemos que Sam Ali está muy lejos del paraíso, aunque sea una renombrada obra de arte que atraviesa Europa.

A El hombre que vendió su piel se le podría reprochar la falta de sutileza de sus metáforas, es imposible no entenderlas. Quizás es lo que la directora deseaba: que fueran como martillazos que impactaran, y mucho, a los espectadores. Pero aun así el trazo grueso se ve de lejos. A veces molesta, pero la película no descarrila.

Por otra parte, el final carga con cierto optimismo que no condice mucho con el espíritu tan oscuro de la película. Claro que quizás la directora no quería un final desolador, bastante desoladora ya es la situación de los refugiados que necesitan huir de la guerra. Creo que un final más realista, ni pesimista ni optimista, habría sido más interesante dramáticamente. Pero esa habría sido otra película.

Tal como está, El hombre que vendió su piel tiene muchos más logros que fallas, es original en su premisa y es muy movilizante. Y también Dea Liane, interpretando a la muy atractiva novia de Sam Ali, es sinónimo de sensibilidad y sentimiento. Porque son los afectos los que rescatan a los personajes, una y otra vez.