Rancho, de Pedro Speroni

Humanista y humanizante es la mirada del realizador Pedro Speroni sobre los protagonistas de su ópera prima, el documental Rancho, presente en la competencia argentina del BAFICI. Todo – o casi todo – transcurre dentro de una cárcel de máxima seguridad, durante el día a día de un puñado de reclusos que se parecen tanto como se diferencian. Porque si bien acá hay una comunidad, el lúcido retrato de Speroni no busca dar cuenta de un todo ni simplemente describir un ambiente tantas veces visitado por el cine.

Rancho, en cambio, hace más foco en las singularidades y diferencias entre los reclusos en tanto personas que en la cárcel como espacio punitivo. Que no se malinterprete: sí se habla de lo que significa vivir en una prisión, pero más se habla – mucho más – del presente de quienes la habitan, del pasado poco feliz que no pocos tuvieron y de los posibles futuros que algunos quizás puedan tener.

Hay una suerte de jefe de un pabellón que establece pautas de conducta, ordena tareas y da consejos a los más novatos. O a los que les faltan días para irse, tal es el caso de un aguerrido boxeador que quiere empezar de cero. También hay un convicto nuevo, un hombre joven condenado por un asesinato detrás del cual hay toda una historia que podría ser material para un documental aparte. No es el único caso.

Speroni no juzga, no dirige la lectura del espectador, no está interesado en sacar conclusiones didácticas ni aleccionadoras, mucho menos en clausurar el sentido de su propia película. En cambio, elige escuchar en serio a los protagonistas, prestando atención a cada detalle por igual, permitiendo que los diálogos se extiendan lo necesario y un poco más. En sus discursos sin guión está la palabra más viva.  

Su cámara es más que elocuente en su capacidad de captura de los gestos y las palabras que realmente importan. Los planos cerrados que borran la distancia, el pregnante sonido ambiente y la distancia que sí existe cuando es necesaria hablan de una inteligente puesta en escena que prioriza que el espectador se sienta inmerso en este universo, no que espíe desde afuera.    

Sin impostaciones y con espontaneidad, los hombres de Rancho se nos hacen cercanos, con aspectos personales bien identificables, incluyendo algunos no muy nobles con los que, de todas maneras, nos podríamos identificar – aunque pocos espectadores se animarían a admitirlo. De hecho, ese es un gran mérito de este documental. Más de una vez me puse a pensar qué habría hecho yo de haber estado en sus circunstancias.

Estructuralmente y a primera vista, podría parecer que el guión no toma un rumbo marcado. Pero a los pocos minutos queda claro que sí hay un rumbo y es el de una deriva. Tiene sentido. Porque aún dentro de este encierro hay un ir y venir de casos y cosas, hay más movimiento que estatismo, y hay más volatilidad que estabilidad. Como en la vida misma.