
“Metok es la última parte de una trilogía que comenzó hace 10 años. La primera fue en Palestina (Hamdan), la segunda en Chechenia (La familia Chechena) y la tercera en Tíbet (Metok), tres lugares unidos por un drama similar: no ser reconocidos como país”, señala el cineasta Martín Solá acerca de su nuevo documental.
Metok no es solo el nombre de la película, sino también es de su protagonista, una joven monja tibetana que reside en la India, y que en un día como tantos otros recibe una llamada telefónica de su madre. Una mujer está pronto va a dar a luz y es imprescindible que Metok viaje al Tíbet para ayudar a su madre durante el parto. Desde hace ya muchos años, muchísimos, que madre e hija no se ven. Su reencuentro va a significar mucho más que la ayuda para el parto.
Creo que en ese reencuentro está el corazón de Metok, la película. Es un encuentro esperado y demorado, a Solá le interesa hablar de otras cosas en el camino, literal y metafóricamente. Porque cada pequeño paso que del viaje está cargado de sentidos que solo se conocen a medida que el espectador pueda construirlos. Aquí no hay una lectura dirigida que distinga lo importante de lo no tan importante. Quizás porque todo es importante.
Si bien Metok tiene una puesta en escena cuidadosamente elaborad – pero despojada, austera, mínima – también se podría decir que es un documental de observación. Solá nos pide que observemos y escuchemos cuidadosamente a sus protagonistas, casi de corrido, sin inflexiones en su habla, quizás un tanto monocorde. Pero así es cómo ellos hablan, uno supone. En este sentido, sería un documental de escucha ya que la palabra es tan elocuente.
Lo de la observación tiene que ver con rituales, conversaciones, recorridos de espacios – que a veces casi que son pura oscuridad- tramos del viaje, momentos de descanso y hasta tiempos muertos. La cámara prioriza los primeros planos en las escenas más intimistas, fija en el suelo y sin movimiento. Nos seduce con esos rostros que todo lo dicen con sus voces tan tranquilas. De esta observación y esta escucha se manifiesta todo un mundo desconocido para nosotros. Podemos identificarnos con lo universal de este mundo, mas lo singular nos resulta nuevo. Solá hace que sea aprehensible.
Así se conforma una estética que evita el espectáculo, el gran evento, la gran revelación y, en cambio, sí hay un devenir donde vale más un plano de un ritual o el de una conversación aparentemente banal. Ahora sé cosas que antes ni me imaginaba acerca de una cultura desconocida. Ése es, sin duda alguna, uno de los méritos de un buen documental.