La terminal, de Gustavo Fontán

“Todos los sonidos están grabados en la terminal, incluso los testimonios. A todas las personas que estaban esperando allí o bajaban del micro o estaban por subirle le preguntábamos si querían contarnos su historia de amor y lo que se escucha son retazos de esos testimonios”, señala Gustavo Fontán (El piso del viento, La deuda, Trilogía del lago helado, El limonero real) acerca de su documental, La terminal, filmada en una pequeña estación de micros de la provincia de Córdoba, y los entrevistados son, en su mayoría, trabajadores.

Las entrevistas no son a cámara y en cambio vemos algunos rostros difusos, nunca enmarcados en prolijos primeros planos y lo que nos cuentan está narrado con una voz en off con breves enunciados, unas tres o cuatro oraciones, pero con eso es suficiente. Ni siquiera sabemos quién dice qué cosas y quién no. Así es que el anonimato se cruza con lo intimista, tarea difícil si la hay.  Es que lejos de adoptar la forma de un documental convencional (dicho sea de paso, la filmografía del director rara vez sigue una escritura clásica, aunque La deuda sí lo hace, hasta cierto punto) a Fontán parece interesarle capturar el clima, la atmósfera y el pulso de la terminal. Y lo hace magistralmente.

En vez de imágenes límpidas y transparentes, acá se trata de fotografiar las sombras y luces, más las sombras que las luces, algunas en foco pero la mayoría en fuera de foco, en distintos niveles. Fontán hace lo que un fotógrafo académico no debería hacer: compone cuadros desde angulaciones que retacean buena parte de la escena (real) que se desarrolla ante la cámara, zonas de negro bloquean parte del plano, la composición no busca encontrar un centro privilegiado que concentre la mirada, y la sobreexposición de algunos fondos, junto con sus reflejos, no puede ser más pregnante. Es que es como si Fontán  estuviera espiándolo todo sin que nadie se dé cuenta. Y hace muy bien en representar este mundo así. La impresión de realidad es casi como la realidad misma, que no tiene ornamentos.  

Y el fluir del tiempo, otro rasgo típico de buena parte de su filmografía, se torna tan incierto como escurridizo. Uno siente que está en un tiempo suspendido con una cadencia propia de otro mundo. Incluso diría que la yuxtaposición de imágenes y sonidos le da un sesgo surreal a todo este pequeño gran universo que cobra vida ante una cámara escondida quién sabe dónde.

Por otra parte, la voz en off puede ser un arma de doble filo. Muchas veces es redundante o meramente descriptiva, otras veces es continua y aburre, y cuando no es aleccionadora. Pero nada de eso pasa con esta voz en off. Los testimonios son breves fragmentos que hablan acerca de las experiencias amorosas de estas personas, de lo que el amor significó o significa para ellos. No hace falta saber más. Tampoco es que den cuenta de un todo, no hablamos de metonimia aquí. Solo que nos dejan pensando en cómo empezó, siguió o terminó tal o cual historia.

Nos dan ganas de saber más. Más aún cuando el tono y el fraseo de eso que se dice nos revelan edades diferentes, personas distintas, hombres y mujeres provenientes de lugares que nunca sabemos cuáles son.

Es que en lo casi fantasmal está el misterio, en ese poder ver sin la claridad de la imagen que todo lo narra, La terminal se convierte en otra cosa: es una terminal, sin duda, pero también podría ser una suerte de limbo con la textura del noir y, por qué, de cierto cine de terror pero no de aquel que causa miedo sino ese que nos envuelve en un universo paralelo.

Más que una película que se observa a la distancia, La terminal es una experiencia en la que uno está inmerso por completo. En un segundo visionado se ven mejor los detalles y los apuntes que forman parte de un universo muy personal.