
Pequeña flor
“Quería lograr una comedia luminosa y alegre que me permitiera experimentar con libertad algunos territorios que nunca había trabajado”.
Santiago Mitre
Atraído por el humor que el escritor Iosi Havilio (Opendoor, 2006) imprime a su novela, Santiago Mitre se embarca, una vez más junto a Mariano Llinás como co-guionista, en la transposición de Pequeña flor, una película de producción francesa, filmada en Clermont Ferrand, ciudad capital de Puy-de-Dôme, mundialmente conocida como comuna industrial por la fábrica de neumáticos Michelin.
Estrenada en Francia unas semanas antes que en la Argentina (aquí abrió la edición 23 del Bafici en el pasado mes de abril), con un lanzamiento de 150 copias y un elenco internacional, Pequeña flor es la nueva película del director de El estudiante, La patota y La cordillera, que esta vez decide abandonar el tono político para abordar un texto no pensado para cine, jugar con el humor y darle arribo al género fantástico.
Como espectadores acostumbrados al carácter político de las producciones de Mitre, nos asombra esta comedia negra en la que no se somete a ninguna convención, rompe el realismo (pero no del todo, y ahí uno de los hallazgos del film) y da golpes inesperados que requieren la aguda complicidad de quién esté frente a la pantalla. Si el voyeur/ la voyeuse entra en el código disfrutará mucho de la película y si no, es probable que le resulte un tanto ardua.
La historia está planteada desde el punto de vista de José, un argentino (rosarino, para más datos), diseñado con absoluta eficacia por el actor uruguayo Daniel Hendler, quién se ha mudado a esta ciudad con su pareja, Lucie, a quien da vida la actriz gala Vimala Pons, en una apasionada y vehemente performance. Ambos acaban de ser padres de Antonia, dato que abre el film, cuando en fuera de campo ella está pariendo y él dando ánimo para el alumbramiento. El nacimiento de la primogénita implicará algunos cambios y, con ellos, una crisis de pareja.

José se gana la vida como dibujante, pero un siniestro en la empresa donde trabaja lo convierte en desocupado. Además, su falta de interés por aprender francés le entorpece la socialización. Lucie se ve obligada a trabajar como periodista. Si bien no está muy conforme con la nueva ocupación, le sirve para alejarse de los compromisos maternales que la agobian, dejándolo a él con toda la responsabilidad a cuestas.
Este padre primerizo que pasa el día junto a su hija entre mamaderas y pañales decidirá hacerse un tiempo para cuidar el jardín. A tal fin, deberá procurarse una pala. Deseoso de obtener el instrumento que lo distraiga de su monótona actividad cotidiana, elegirá una casa del vecindario para probar suerte. Una vez allí, será muy bien recibido por el excéntrico Jean Claude (Melvil Poupaud), que le ofrece compartir un exquisito vino al son de Petite fleur, la muy hot composición jazzera de Sidney Bechet. Es aquí donde el giro de la historia nos habrá desconcertado por completo.
El francés Melvil Poupaud, lejos de la gravedad compositiva de Le temps qui reste o Gràce a Dieu, dos de sus grandes interpretaciones a las órdenes de Francois Ozon, compone con ingenio a este excéntrico de excelente pasar económico, amante del jazz, insistente y persuasivo, que altera la tranquilidad de José y lo impulsa al asesinato. El argentino, cansado del egocentrismo de su vecino, le clavará la pala sin más. Pero, lejos del realismo, y cerca del suspenso y el misterio, nada es como parece y Jean Claude estará, al día siguiente, en el mismo lugar, recibiendo nuevamente a su nuevo amigo con sofisticados vinos, y, claro está, al amparo de Petite fleur.
Lo que vendrá será una suerte de loop donde muerte y resurrección se darán cita mientras la voz en off de Jean Claude, nos va armando la “historia de su asesino”, algo que ya había adelantado en los albores del film. Después vendrán otros personajes para seguir haciendo girar la historia: la vecina Agnès (la legendaria Francoise Lebrun, la del triángulo amoroso de La maman et la putain) y un terapeuta-chamán, al que acude Lucie en su errático presente, un tal Bruno Rodríguez (Sergi López, algo eclipsado por los otros personajes) que pondrá a prueba a José. Las intervenciones de los deuterogonistas o secundarios no aportan a la trama la potencia conseguida por los protagonistas con tres actuaciones que sirven de soporte a esta sorprendente peripecia.

A esta altura, hay que destacar toda la sabiduría que el uruguayo Daniel Hendler pone al servicio de su interpretación, modelando un personaje por momentos desorientado y por momentos resolutivo, que llevará la acción con gran soltura, demostrando, una vez más, que es un actor sutil y puede superar cualquier obstáculo, hasta terminar hablando un discreto francés que al comienzo ni balbuceaba. Y en un hallazgo de casting acompañado por la notable Vimala Pons, con quién genera una fuerte química.
Si bien el marco fantasmagórico, que puede resultar caprichoso y disparatado, es esencial para matizar la realidad que abruma a los personajes, es su historia de amor (la segunda oportunidad, el sortear los conflictos) el eje de esta nueva aventura, la más lúdica hasta ahora, de un director que avanza sin etiquetas y con el rigor con el que viene cimentando toda su carrera.