
Las Ranas, la nueva película de Edgardo Castro (La noche, Familia) tuvo su premier internacional en el prestigioso Festival Vision de Reel 2020, recibió una Mención Especial en el Festival de 3 Continentes y fue la Mejor Película en la Competencia Argentina del 35Festival de Mar del Plata. Después de ese largo y merecido periplo, finalmente es estrenada en Buenos Aires en Malba Cine y en el cine Gaumont. En un momento donde las películas argentinas contemporáneas no se destacan por su originalidad – al menos una buena parte – Las Ranas ofrece algo distinto, una mirada audaz y un compromiso estético y narrativo poco común.
Pero eso no quita que, a la vez, sus méritos insoslayables también marquen sus propias limitaciones y desaciertos. Como las dos caras de una misma moneda, Las ranas no es una película más, simple de digerir y pareja. Creo que hay que valorar mucho más su premisa que la ejecución narrativa de esa premisa – nuevamente, esto aplica solo para algunas zonas de la película – y, por otra parte, lo que sí es incuestionable es la manera en la que está filmada, principalmente en las áreas de fotografía y puesta de cámaras.
Jugando con esa borrosa línea que separa al documental de la ficción – aunque haya más de documental que de ficción – Las ranas narra la historia de una chica de 22 años, que tiene un hija chiquita, y su pareja, un joven de 23 años, ambos provenientes del conurbano. Ella es vendedora ambulante de medias y él está preso en el Penal de Sierra Chica por delitos menores. Lo que a Castro interesa, es el registro de ese estado de las cosas, como en La noche, cuyos personajes deambulaban medio perdidos, medio encontrados en antros y escenarios varios de los bajos fondos porteños.
Aquí, en Las ranas, en cambio, registra las visitas de estas mujeres al penal, mujeres que no renuncian a sus parejas aún cuando el afuera les pide favores a cambio de dinero, entre otras cosas. Se podría decir que aquí se narra una o varias historias de amor, pero de un amor, creo yo, cargado de frustraciones y tristezas, de sueños rotos y vidas ásperas. No es que no haya amor, pero está tan rodeado de tristeza que a veces se pierde y casi ni se lo ve.

Casi sin diálogos, con una puesta en escena con rasgos del realismo social y los rostros y el lenguaje corporal como los únicos medios de comunicación, los vínculos entre los personajes se tornan muy opacos, así como los personajes mismos. Claramente, el director elige no permitirnos entrar en ellos, al fin y al cabo se trata de observarlos y que cada espectador construya sus sentidos. Pero tan poca cercanía y la repetición constante de dejarnos afuera no siempre le juegan a favor a Las ranas. Simplemente, hay momentos en los que es difícil involucrase con lo que les pasa. Es entonces cuando no nos importa mucho su destino.
Claro que esto se compensa con otras zonas, no pocas, en las que el drama, aunque sea mínimo, sí se siente y conmueve. Seguir a la vendedora de medias recorriendo las calles sin que casi nadie se detenga ni para hablarle ni para comprar nada – algo que muchos de nosotros hacemos, a pensar que nos gusta pensar lo contrario – es descorazonador. Es doloroso ver a alguien en los márgenes de una sociedad que los expulsa y que, no importa cuánto esfuerzo hagan, seguramente seguirán en los márgenes.
El ritmo cansino, moroso por momentos, hace que el relato se empantane de tanto en tanto. Una vez más, queda claro que esta es una elección del director, pero no estoy seguro de que funcione tal como fue pensada. Se trata de observar sin invadir, y eso es un acierto, pero a veces el plano continúa durante demasiados segundos y lo que hay para observar, ya fue observado.

Por el contario, la fotografía, esencialmente la composición y el uso de colores, luces y sombras es de celebrar. Hay un modo de ver y retratar el Buenos Aires lejos del turismo que late con autenticidad, sentimiento y toda una estética que lo define. Recuerdo dos pasajes que me impactaron mucho: uno es cuando madre e hija están esperando el colectivo, ellas de espalada en foco y la calle, extensa y solitaria, en fuera de foco con figuras geométricas en tonos ocres. El segundo es cuando la joven madre regresa a su casa, de noche, y un travelling lateral la acompaña a una prudente distancia en su andar cansado. Son muchos segundos, quizás un par de minutos, y por más simple que sea el recurso formal, uno no puede quitar los ojos de ella y su entorno, que parecen fundirse en una misma cosas.
No vi Familia, la segunda película de Castro, así que nada puedo decir. Por eso, habiendo visto solo la primera y la tercera creo que es deseable y necesario que el director, también guionista, siga examinando este universo tan poco común en el cine nacional.