
“En la Argentina todos los días alguien muere víctima de la violencia ejercida por las fuerzas represivas del Estado. La mayoría son jóvenes, provenientes de los sectores populares. Como comunidad convivimos cotidianamente con estos crímenes, los naturalizamos. La película busca corrernos de ese lugar y enfrentarnos a un horror que no podemos aceptar más”, señala Francisco Márquez acerca de Un crimen común, su segundo y extraordinario largometraje de ficción exhibido en la sección Panorama de la Berlinale y en la competencia argentina del Festival de Mar del Plata.
La larga noche de Francisco Sanctis, el largometraje previo de Márquez co-dirigido con Andrea Testa ganó el Premio a mejor película de la competencia internacional y mejor actor para Diego Velázquez en el BAFICI 2016. Con una trama simple, la película es una astuta y contundente reflexión sobre la responsabilidad moral y ética del hombre común y corriente de clase media durante la dictadura militar argentina de 1976-1983. Fue, también, muy probablemente la mejor película del 2016.
Con Un crimen común – el título no podría ser más apropiado – Márquez retoma el tema de la moral y la ética frente a los crímenes perpetrados por el Estado. Si bien el derrotero de los protagonistas de las dos películas no es el mismo, hay puntos en común que los atraviesan. A la vez, también la angustia y la ansiedad son los motores de la narrativa.

Cecilia (Elisa Carricajo) es una mujer de unos 40 años, profesora universitaria de sociología. Su mundo es el mundo de la academia, un espacio para intelectuales, profesores y estudiantes que no deja de ser una especie de burbuja donde las teorías y las ideologías dejan afuera, en cierta manera, a los aspectos más físicos, concretos y dolorosos de lo que se podría llamar la vida real. El mundo académica en el que se habla y discute sobre lo que pasa en la sociedad, pero viendo todo desde lejos.
Pero todo este estado de las cosas empieza a tambalear cuando, en una madrugada de tormenta, Kevin (Eliot Otazo), el hijo adolescente de Nebe (Mecha Martínez), la empleada doméstica que trabaja en la casa de Cecilia, toca la puerta de entrada de la casa, una y otra vez, casi desesperado. Cecilia apenas lo (re) conoce y no le abre la puerta. Es que el miedo puede más. Siempre es el miedo. De ahí en más, es mejor que el espectador no sepa más nada así acompaña a nuestra protagonista en su camino incierto, con tanta tensión como culpa.
Un crimen común bien podría ser un thriller – no le faltan algunos rasgos del género – , pero al servicio del estudio de un personaje que abre los ojos a la fuerza y empieza a colapsar. En ese colapso, en su mirada que todo lo observa evitando participar, hay una representación entera de nuestra clase media que elige hacer la vista gorda ante tantos crímenes. Mejor dicho, ante los crímenes contra muchas de las víctimas de la pobreza y la marginación, que son estigmatizadas sistemáticamente y quedan libradas a su propia (mala) suerte.

Como en La larga noche…, Márquez elige que los primeros planos de sus actores narren la procesión que va por dentro. Elisa Carricajo compone una Cecilia impresionante, que va mutando de a poco, que lleva encima todo un tormento causado por el terror mismo, por mucho terror. Sus ojos bien abiertos, a veces llorosos, su boca que tiembla, su deambular adormecido, todo es absolutamente creíble. Por otra parte, el resto del elenco también es tan convincente como natural.
Una vez más, la violencia física está en fuera de campo, casi siempre. Y tiene sentido. Es algo que nos rodea pero que no se ve claramente. O no se quiere ver. Y una de los grandes méritos de Un crimen común es hacernos sentir la amenaza del afuera, conmovernos con lo que estamos viendo y, muchas veces, no saber bien qué sentir por Cecilia, quien claramente no hace lo correcto. Pero, aparte de las víctimas que sí lo hacen y por necesidad, ¿Quién otro lo hace?, ¿Quiénes se inmutan por los cuerpos que desaparecen? ¿Quién ayuda?
Es casi imposible ver Un crimen común sin estremecerse. A medida que corren los minutos, se hace carne y eriza la piel. También es dolorosa, como no podía ser de otra manera. Es un dolor visceral que recorre los huesos. Sobre todo, porque todos sabemos que así es la realidad. Y pocos creemos que pueda modificarse mucho. Un crimen común deja poco lugar para la esperanza, pero no lo hace de una manera gratuita. Es la tristeza que emerge de la propia lógica de un mundo que va perdiendo el sentido de la vida. De cualquier vida.
