Cerro quemado, de Juan Pablo Ruiz

“He puesto todo mi esfuerzo y energía en construir esta pequeña pieza de 64 minutos, en los que me enfoco en un trío de mujeres coyas de un mismo linaje ancestral, porque considero justo y necesario intentar rescatar, a partir del cine, parte de la cultura coya de los pueblos originarios del norte argentino. Una civilización rica en conocimientos y dueña de una propia cosmovisión, que inexorablemente marcha hacia su expiración”, señala Juan Pablo Ruiz, director y guionista de Cerro quemado, un documental –  disponible en la plataforma CineAr a partir del jueves 18 de marzo – con una mirada social y política que va mucho más allá del escenario en particular que retrata.

El documental traza un detallado retrato de tres generaciones de mujeres coyas, en su encuentro en el Cerro Quemado, en un reflexivo viaje interior a su propia identidad. Es un documental de observación, es decir que la cámara captura a sus personajes en su propio devenir, sin una puesta escena previa ni un guión que predetermine la trama. De hecho, hablar de trama sería un error porque aquí se trata más de pedazos de vida que invitan a la contemplación en vez de a la progresión dramática de un relato clásico. Aunque esta apuesta no siempre funcione bien dado que hay algunos tiempos muertos en la narrativa, cuando sí funciona, que no son pocas veces, el impacto es nada desdeñable.

Con una mirada marcadamente poética, Cerro quemado se centra en Micaela Chauque, una reconocida folklorista y quenista. También en su madre, Cornelia Yurquina, y en su abuela, Felipa Zerpa. Lo que las convoca a todas es su encuentro en lo alto del cerro, donde vive en completa soledad la más anciana del clan familiar. 

Lo mejor que tiene Cerro quemado es su grado superlativo de verosimilitud y naturalidad, que nos fácil de lograr. Muchos documental de este estilo muestran a sus personajes como posando para la cámara y recitando un guión – aunque quizás no le estén haciendo, pero igual suenan así. Este claramente no es el caso. Por eso, la cercanía con los personajes – pero nunca a punto tal de invadirlos – invita al espectador a tener una reacción afectiva a lo que les está pasando.

Está claro que Ruiz quiere, y logra, trascender lo particular para proyectarse hacia un universal. Pero esto no se puede hacer si uno, antes que nada, no logra empatizar con la persona, con sus tribulaciones, sus pérdidas y sus anhelos. Si no, todo se reduce a una mirada objetiva y fría desde una distancia demasiado lejana. Y eso no le importa a un cineasta, es asunto de un sociólogo.

Un párrafo aparte va para la fotografía que con sus climas da cuenta de la aridez y precariedad en la que viven estas mujeres, pero también de cierta belleza mansa y protectora. Pero no hablamos de una belleza preciosista de tarjeta postal, sino de la que emana de la simpleza en el mejor sentido de la palabra. Y de la mirada sensible de un director muy comprometido con el material que explora.