Midsommar, de Ari Aster

Hereditary, la ópera prima de Ari Aster, fue una de las mejores películas de terror estrenadas en los últimos años en Argentina. Con una narrativa impredecible y una estética muy cuidada, Aster recuperó lo mejor de un cine que ya casi pasó de moda, un tipo de terror que se construye cuidadosamente en base a una trama bien articulada, una tensión in crescendo y sin golpes de efecto. Se la puede pensar como un apesumbrado y asfixiante drama familiar sobre la culpa, el trauma y la locura o como una historia de terror sobre la demoníaca herencia que deja una siniestra abuela que hacía del ocultismo una práctica habitual y secreta. O las dos cosas juntas.

Con justa razón, entonces, las expectativas respecto a la segunda película de Aster eran altas. Y eso, entre otras cosas, le jugó muy en contra. Porque aún no siendo una película mala con todas las letras, Midsommar es decepcionante. Y por varios motivos.

Todo comienza cuando Dani (Florence Pugh), una chica de unos veinte y pico de años pierde a sus padres y a su hermana en una tragedia que nadie pudo anticipar, aunque señales no faltaban. Devastada, Dani necesita que Christian (Jack Reynor), su novio, la contenga, todo el tiempo, día y noche. Ya antes de la tragedia la pareja venía con problemas, precisamente por la ansiedad y angustia de Dani respecto a su vida familiar. Incluso Christian pensó en dejarla. Pero ahora con el nuevo escenario sería inhumano sumirla en más dolor.

Por eso la invita a un viaje que va a hacer a Suecia con algunos amigos, sugerido por uno de ellos, para visitar una aldea durante una celebración especial de un solsticio de verano que ocurre cada 90 años. Un lugar único donde hay muy pocas horas de oscuridad y, en cambio, el sol se instala durante el día y buena parte de la noche. Una vez en la aldea y luego de acomodarse con sus cosas, el grupo de amigos es invitado a participar de un extraño ritual pagano. Es ahí mismo cuando todo empieza a cambiar. Y lo que comenzó como unas vacaciones idílicas empieza a ser un juego muy peligroso.

Que la estética de Midsommar es impecable es un hecho. Al igual que en Hereditary, no hay un solo plano mal iluminado o mal compuesto, o un movimiento de cámara innecesario o mal ejecutado, o un momento de música o sonidos fuera de lugar. De ahí, entonces, que la atmósfera general que sugiere que algo ominoso está por pasar sea tan sugestiva y, por momentos, bien pregnante. Sin prisa ni pausa, el montaje construye un ritmo acorde al estado de las cosas y la límpida fotografía hace de la aldea un pequeño aunque dudoso paraíso. Lo que se dice un prodigio de dirección.

A diferencia de Hereditary, los problemas de Midsommar son narrativos. Uno de los más visibles es todo el tiempo que se toma para presentar a los personajes y plantear el conflicto central. Es una película de dos horas y media y recién unos cuantos minutos después de la mitad comienzan unos pocos episodios moderadamente perturbadores, que eventualmente movilizarán la trama. A esta altura, la pareja de Dani y Christian ya está en vías de disolución, en gran parte por arbitrariedades del guión respecto a sus idas y vueltas. Se entiende qué le pasa a Dani y por qué, pero Christian se va transformando de una manera forzada, sin una lógica genuina. Entonces, es imposible que nos involucremos con lo que le pasa porque no le creemos. Lo mismo ocurre con sus amigos, que para peor son apenas bosquejos trazados a las apuradas.

Y a medida que la película continúa avanzando, el culto pagano y sus víctimas toman un lugar central, sin que haya una razón de ser para que estas víctimas, y no otras, sean las elegidas. Es como que daba lo mismo que fuera cualquiera. A riesgo de perder sus vidas, hay personajes que se comportan como si todo fuera normal, sin muchas explicaciones, mientras que nosotros, los espectadores, nos damos cuenta de que está todo mal.

Somos testigos de un ritual supuestamente trascendente – que, por supuesto, incluye sacrificios – que, sin embargo, nos resulta indiferente. Porque es algo dado, no construido. Su razón de ser está sobreexplicada, no narrativizada. Incluso la perversa dinámica que toda secta tiene queda sin explorar. Así también queda desaprovechada la muy convincente y ocasionalmente conmovedora interpretación de Florence Pugh como Dani, la elegida para ocupar el trono en este ritual.

Queda claro que en Midsommar hay intenciones e ideas varias, incluso un conflicto potencialmente interesante y un grupo de personajes con los que uno podría haber empatizado. Habría sido una película inquietante si todo esto se hubiera explorado bien a fondo, en vez de ser descripto y nada más. Uno espera que pase algo con tanta carne tirada al asador, pero la espera es en vano. Por otra parte, el tono grave y solemne hace que sea una película distante, fría. De hecho, hay no pocos planos que emulan la perfección compositiva y la gelidez de las películas de Kubrick, pero sin su filosofía y sus fundamentos.

No ayuda, tampoco, que El hombre de mimbre sea, deliberadamente, una referencia tan obvia y reiterada. Porque ese clásico de 1973 de Robin Hardy sí que fue subversivo para la época. A Midsommar, en cambio, le falta sustancia, aunque su estilo tan exquisito intente disimularlo.

Midsommar: El terror no espera la noche (Midsommar, EEUU, 2019). Puntaje: 5

Escrita y dirigida por Ari Aster. Con Florence Pugh, Jack Reynor, William Jackson Harper, Will Poulter, Vilhelm Blomgren, Isabelle Grill, Gunnell Fred. Fotografía: Pawel Pogorzelski. Música: Colin Stetson. Montaje: Lucian Johnston, Jennifer Lame. Duración: 148 minutos.