Ya es un lugar común decir que Raúl Perrone es uno de esos pocos cineastas que siempre buscan hacer algo distinto, construir su filmografía no sobre la certeza de lo que ya funciona, sino aventurándose a probar temáticas y estilos diferentes con cada nueva película. Pero no por ser un lugar común deja de ser verdadero. Y Expiación, recientemente presentada en la competencia argentina del BAFICI, es una muestra más de su inagotable capacidad creativa.
Como gran parte de las películas de Perrone, Expiación es, antes que nada, una experiencia sensorial donde la pureza del refinado diseño visual y la complejidad de la banda de sonido invitan al espectador a habitar un universo que nunca antes había existido. Eso, de por sí, ya es un mérito.
El escenario central es una vieja casona derruida, hecha pedazos, semi inundada, donde sobreviven cuatro miembros de una familia (Cristian Jensen, Daniela Coneto, Gustavo Marzo, e Inés Urdinez) sumidos en una pesadez anímica y existencial casi intolerable. La época es la del advenimiento de la dictadura militar, en los primeros días del golpe de 1976, y el clima general es de un encierro mortuorio del que es imposible escapar – se pueden sentir aquí ecos difusos de Casa tomada. Los sonidos, los ruidos, que envuelven esta casa ominosa hablan de una tensión subterránea, de la presencia de algo monstruoso que se mueve en un amenazante fuera de campo. Se mire por donde se lo mire, todo es pura desolación.
Por eso la presencia de la muerte y la de los fantasmas de los seres queridos que ya no están es tan tangible, tan espesa. Es imposible no reparar en las huellas de las pérdidas, en las heridas que dejan las ausencias irreparables. Los personajes, muchas veces casi tiesos, deambulan con parsimoniosa lentitud, sus cuerpos son pesados y están atravesados por un dolor tan paralizante como lacerante. Son cuerpos que existen pero casi sin vida.
En vez del realismo que caracterizó las primeras películas de Perrone, en Expiación el director elige un registro que toma forma desde los pliegues de un surrealismo muy personal, una teatralidad exacerbada, una impronta de un moderno cine experimental, y un cariz poético y lírico que en no pocas escenas es muy subyugante. No hay una historia como tal, por ende no hay un relato con una progresión dramática convencional. En cambio, se trata de plantear una situación de base y ahondar en todas las posibilidades expresivas y poéticas que tiene. Hay un uso muy elegante de distintos tonos de blancos, negros y sepias, y también bellísimos destellos de color.
Desde lo visual y lo sonoro, no hay reparo alguno que pueda hacerse. Este mundo puede o no gustar, puede ser hechizante o no, pero lo cierto es que tiene presencia y que, en grande medida, sí conmueve. Lo que no termina de cuajar del todo bien con el clima general tan sensorial son los textos, un poco altisonantes, que los actores recitan con deliberada solemnidad. No son fáciles de internalizar, a veces tienen un ritmo un tanto cansino, se hace complicado crear imágenes internes a partir de ellos. Sin querer, pueden llegar a distraer y a dificultar dejarse llevar por la película.
¿Es mejor no arriesgar y que una película salga perfecta, tal como fue pensada, o es mejor jugarse por algo con un riesgo mayor y saber que quizás la obra no sea impecable? La respuesta es muy personal, pero en mi opinión la segunda opción es siempre mucho más deseable, en la medida en que estemos hablando del cine de un realizador que construye una obra personal e inclasificable.
Y ya se sabe qué tipo de cineasta es Perrone. Por algo la Cineteca Nacional de México le dedicará, en los días venideros, un homenaje que incluye la proyección de sus últimas diez películas, desde P3ND3JO5 hasta Expiación. Una ocasión para celebrar.