Zama, de Lucrecia Martel

Zama es muchas cosas a la vez y todas muy buenas. Es una película que tuvo críticas muy elogiosas en los festivales de Nueva York, Toronto y Venecia. Es la película que representa a la Argentina para la preselección de las candidatas al Oscar a la Mejor Película Extranjera, y al premio Goya a la Mejor Película Iberoamericana. Es la maravillosa adaptación de la novela homónima de Antonio Di Benedetto, una obra considerada infilmable – hasta ahora. Es una película que recorrió un arduo camino hasta que pudo ser terminada y se estrena recién ahora, 9 años después de la fascinante y desconcertante La mujer sin cabeza, la película previa de Lucrecia Marte. Y es, muy probablemente, su segunda obra maestra, después de La ciénaga. Zama es, en síntesis, una película genial.

También es su primera película de época, que transcurre en algún momento de 1790 en una colonia moribunda, perdida en el tiempo, en el Gran Chaco Paraguayo. Allí vive, o mejor dicho, allí sobrevive, Don Diego de Zama, un olvidado letrado de la corona española que se muere de ganas – casi literalmente – por ser trasladado a Buenos Aires, donde viven su mujer y sus hijos. Le han prometido que no tiene que esperar mucho, que pronto se reunirá con su familia, que es cuestión de tiempo. Pero se nota que Don Diego hace ya mucho tiempo que está esperando y parece que esa espera se va a prolongar eternamente.

Claro que todo puede empeorar, eso ya se sabe. Porque cuando Don Diego parte en una expedición con un destino un tanto incierto, se da cuenta de que se está metiendo en un camino sin retorno. Quizás sea mejor morirse que seguir esperando, parece pensar. Pero son más las veces que quiere vivir. O aunque sea sobrevivir.

El primer gran desafío de llevar Zama a la pantalla grande radica en que Di Benedetto eligió el monólogo interior para narrar la historia de Don Diego. Así, lo que lector conoce está narrado desde la subjetividad del protagonista, que mezcla impresiones y sensaciones con las huellas de la realidad tangible y pesada. Es que todo ese mundo está atravesado por la conciencia alterada, por los estados de ánimo, del pobre letrado abandonado.

Lo que hace Lucrecia Martel, que es lo mejor que podría haber hecho, es apropiarse del texto, serle fiel e infiel al mismo tiempo, darlo vuelta y encontrar otro modo de representarlo. Porque convengamos en que una película entera narrada en una voz en off que comunique literalmente, palabra por palabra, los pensamientos del personaje sería muy pobre en términos cinematográficos, y sería francamente insoportable. Pero traicionar la esencia y el espíritu de la novela sería directamente inadmisible. De ahí la necesidad de ser fiel e infiel a la vez.

Por eso, Martel narra, en parte, de un modo lineal. Es decir, cada cosa que ocurre tiene un por qué y genera una consecuencia. Como en una narración clásica, esta relación de causa y efecto hace avanzar el relato de un modo relativamente accesible. Pero, al mismo tiempo, y entrelazadas en esta linealidad, aparecen imágenes que se desprenden de asociaciones libres, de miradas internas, de impresiones. Entonces, la realidad física que se puede ver y tocar está intervenida por subjetividades de todo tipo, que también están en el orden de lo real, aunque en un tiempo suspendido en el que el protagonista se asfixia cada vez más.

Hay algo, también, que solamente la directora salteña logra hacer en el cine argentino. Sus películas, como las de Leonardo Favio, son muy físicas. Todo eso que se ve en la pantalla tiene volumen, textura y densidad. Sus escenas parecen tener vida propia desde antes de que la cámara las filme, en vez de estar armadas para ser filmadas. Como si todos sus universos ya existieran y después llegase ella a explorarlos.

En Zama, lo extraordinario es que esa impresión de verosimilitud, ese realismo tan corpóreo, también está atravesado por su signo inverso. Es decir, por un aire espectral, una atmósfera volátil, incluso surreal. Como si todo eso que está pasando pudiese desvanecerse en cualquier momento y, de inmediato, dar lugar a otra realidad. Muy probablemente es la tensión entre esa fisicidad tan punzante y esa apariencia de inmaterialidad lo que hace que Zama esté envuelta en un enrarecimiento sublime.

Por otro lado, está todo lo que se oye. Tanto en campo como en fuera de campo, los diversos planos sonoros son esencialmente narrativos, no solo funcionales o meramente descriptivos. Son sonidos varios de la naturaleza, de animales e insectos, de diálogos que se entrelazan, voces que ganan presencia (aún, a veces, estando lejos) y otras que se van apagando (incluso, a veces, estando cerca). Todos juntos o por separados, son sonidos que construyen mundos. Y en esos mundos está encerrado y esperando Don Diego de Zama.

Daniel Giménez Cacho encarna a Don Diego y lo hace con una maestría y un control de su personaje que se hace difícil no sentir su frustración junto con él. Empieza mal y termina peor, y eso se ve en el rostro y en el cuerpo. No hay que olvidar nunca que el cine de Martel es un cine donde los cuerpos no mienten. Ya en La ciénaga se veía que la palabra mentía, una y otra vez, pero los cuerpos hablaban por sí solos y la refutaban.

La española Lola Dueñas es Luciana Pilares de Luenga, una mujer muy distinta a todas las otras, quizás abandonada, pero no sufriente. El brasileño Matheus Nacthergaele es Vicuña Porto, un bandido muy temido que, una vez descubierto, va a ser ejecutado. Y Juan Minujín es Ventura Prieto, un hombre también al servicio de la corona y, en sus ratos libres, el amante de Luciana Pilares. Todos estos actores, cada uno dentro de sus matices, con sus recursos bien singulares y dentro de lo que les piden sus personajes, no desentonan un segundo con la magnífica interpretación de Giménez Cacho. Hasta a veces brillan más.

A pesar de todos sus méritos a Zama le cuesta, como a casi todas las películas argentinas, mantenerse en cartelera. No porque no tenga su público, que sí lo tiene, sino porque es imposible competir con la producción de los grandes estudios norteamericanos que semana tras semana inundan las pantallas de tantos cines. Por eso es muy importante ir a verla cuanto antes, ahora mismo, si es posible. Y como todo el cine de Martel, Zama merece ser vista un par de veces. Así sí se la puede apreciar bien y, lo que es más importante, disfrutarla más.

Zama (Argentina, Brasil, España, Francia, Holanda, México, Portugal, EEUU, 2017) Puntaje: 10

Escrita y dirigida por Lucrecia Martel. Con Daniel Giménez Cacho, Lola Dueñas, Matheus Nachtergaele, Juan Minujín, Rafael Spregelburd, Nahuel Cano, Mariana Nunes, Daniel Veronese. Fotografía: Rui Poças. Edición: Miguel Schverdfinger, Karen Harley. Diseño de producción: Renata Pinheiro. Sonido: Guido Berenblum. Duración: 115 minutos.