
La premisa es bien conocida: una mujer joven emprende un viaje a un pequeño pueblo para reponerse de una experiencia traumática. Usualmente, es la muerte de un ser querido, léase su marido, su pareja o un hijo o hija. Se supone que así podría realizar el duelo de un modo menos doloroso. Resulta que ocurre todo lo contrario. En el pequeño pueblo tan mentado no hay reposo.
Men comienza de esa manera: la joven Harper fue testigo de la muerte de su pareja, pero es imposible saber si fue un accidente o si se suicidó. Esa incertidumbre hace que el duelo sea devastador. Harper abandona Londres para ir a alojarse a un elegante caserón en la campiña. Durante los primeros días encuentra esa tranquilidad que está buscando. Pero en cuestión de días esa tranquilidad desaparece y comienzan a ocurrir sucesos inquietantes.

Alex Garland (Ex Machina, Aniquilación) escribió y dirigió Men como una película de terror, pero hizo del género un vehículo para hablar de otras cosas: la culpa, el proceso del duelo, y el hombre machista que está por todos lados. Mejor dicho, los hombres. Jessie Buckley es Harper y su interpretación es hipnótica. No necesita de grandes gestos ni de declamaciones, lo suyo son los matices y las sutilezas. Está presente en casi todas las escenas y la historia es narrada desde su punto de vista, lo cual no es un dato menor.
¿Es todo lo que ella ve real? ¿O es su percepción afectada por el duelo? ¿O será todo real? Garland mantiene esta incógnita durante buena parte del relato con recursos propios del terror psicológico, que si bien son conocidos, no por eso dejan de ser muy efectivos. Lo original de Men no reside tanto en qué se narra, sino en cómo se narra. Un gran drama con forma de thriller de terror que funciona a la perfección en los dos niveles.
Estéticamente impecable (como Ex Machina y Aniquilación), con una atmósfera casi onírica y muy estilizada de a ratos y otra más realista en otros momentos, Men nos lleva de la mano con una trama aparentemente predecible, pero que cambia de rumbo para construir significados que no están a la vista. En parte, estamos en el terreno de la metáfora y la alegoría. Hay que hacer un esfuerzo para aprehender lo que realmente ocurre, pero nada es indescifrable.
La escena que abre la película no puede ser más impactante: contrastar algo terrible con un clima acogedor es lo que menos uno espera. En un cambio de registro abrupto pero bienvenido, el desenlace remite al primer Cronenberg y con justa razón. Así parece cerrarse un círculo que se hacía infinito. El diálogo final – apenas unas cinco o seis palabras- le permite a Harper encontrar una clausura posible. No es la esperada, pero sí es la que tiene sentido. Desde una mirada feminista, el hombre abusivo se revela dependiente y frágil. Era hora.
