Una casa con dos perros, de Matías Ferreryra

“Una casa con dos perros es una película de autor, en código de drama psicológico. Retrata la transformación de un universo familiar que se desmorona rápidamente, al igual que la Argentina de esos años, y hace a través de los ojos de Manuel, uno de los hijos.  Su mirada se instala desde la sensación de no pertenecer”, dice Matías Ferreyra acerca de su ópera prima Una casa con dos perros, ganadora del premio FIPRESCI en el Festival de Toulouse y participante de la competencia argentina en el último BAFICI.

La Argentina de esos años a la que se refiere Ferreyra es la Argentina del 2001, el año de la debacle de un país entero, el final de una década y de un gobierno desastroso. En clave de metáfora, la familia que se desmorona rápidamente está formada por Nora (Florencia Coll) y Héctor (Maximiliano Gallo) y sus hijos chicos, quienes se mudan a la casa de la abuela Tati (Magdalena Combes Tillar) porque ya no pueden mantener su vivienda.

La llegada de la familia va a ocasionar más de un percance, van a abundar roces y disputas por aquí y por allá, y pronto la lucha por los espacios a ocupar dentro de la casa se convierte en una rutina desgastante. Mientras tanto, uno de los hijos, Manuel (Simón Boquite Bernal) observa todo desde afuera, no sin angustia y retraimiento. Siempre fue “el diferente”, por eso quizás es solamente la abuela quien puede contenerlo. Una abuela especial, también: ve cosas que otros no ven, sabe cosas que nadie conoce y de tanto en tanto parece estar en trance, en un más allá desconocido.

Una casa con dos perros tiene unos cuantos puntos a su favor, comenzando por las interpretaciones, naturales y convincentes. Siendo una película de personajes más que de trama, las actuaciones son determinantes para poder creerle a los personajes. Y acá sí que se les cree. También los diálogos apropiadamente coloquiales son centrales en el drama que este hábil guión construye. Así habla la gente en el mundo real.

Y lo que es más palpable (y más difícil de lograr) es un clima general de cierta abulia, descontento y pérdida. Está en la fotografía, en el sonido, en la composición del plano, en los silencios y en las pausas. Como si todo transcurriera en un tiempo suspendido. Mientras, el caos social y político está en ebullición en un fuera de campo muy bien utilizado. Formalmente, Una casa con dos perros no tiene fisuras.

Por otra parte, hay un aire demasiado presente que nos remite a La ciénaga, tanto en sus contenidos como en algunos recursos de estilo y en el tono. No, no es una copia de la obra maestra de Lucrecia Martel, eso queda claro. Pero la influencia, voluntaria o no, es muy visible. Eso le quita algo de novedad y limita un poco su impacto dramático.

Pero, aun sin tener una trama fuerte en el sentido clásico, la ópera prima de Ferreyra es, sin dudas, un muy buen retrato de una serie de situaciones, algunas cotidianas mientras que otras más bien bizarras, que se entrelazan sin querer queriendo y así crean un pequeño infierno doméstico. Son los fragmentos lo que mejor funciona, y no necesariamente el todo. Muy buenas escenas en una buena película.    

En buena medida, Una casa con dos perros es una película de sutilezas, pequeños hallazgos y observaciones silenciosas. Cada detalle cuenta, cada mirada de Manuel es elocuente, (a veces) y opaca (muchas otras veces). Su punto de vista habilita la entrada a su mundo interior, que también está en un proceso de cambio, con sus propias ansiedades y deseos por descubrir.

Y su abuela, la loca, ya ha pasado por tantas cosas que hasta el deseo parece haber perdido. De todos modos, siempre está predispuesta a darle a su nieto la protección y el respaldo que él necesita. Este vínculo y los otros son explorados con cierta profundidad, sin solemnidad. Ahí está el corazón de la película.