Nosferatu, de Robert Eggers

No pensé que el Nosferatu de Robert Eggers me iba a gustar tanto. Porque, ¿qué podría haber de nuevo en una segunda remake de una de las obras maestras de Murnau?

Sabemos que el primer vampiro de la historia del cine aparece en 1922 en pleno Expresionismo Alemán. Terror gótico de pura cepa, es una traslación disimulada (no mucho) de la novela Drácula,  de Bram Stoker. Sabemos el Conde viaja desde los Cárpatos hacia Inglaterra, lleva consigo una peste, se instala en un viejo caserón en decadencia y acecha a Ellen, una joven mujer casada, para beber de su sangre y transformarla en su amor eterno.

El Nosferatu de Murnau es una película perfecta, muy probablemente la obra cumbre del Expresionismo Alemán. Hasta el día de hoy da miedo. Y también sabemos que en 1979 Herzog hizo su remake, un homenaje autoral, poético y romántico, que usa una sensual paleta de colores sin traicionar nunca el espíritu del blanco y negro expresionista.  

Ahora, 102 años después del nacimiento del primer vampiro de la historia del cine, Eggers hace algo tan inesperado como ingenioso: toma buena parte de la esencia y estética de la película de Murnau, la entrelaza con la trama de la hipnótica novela de Bram Stoker, apenas hace eco de la versión de Herzog, y le suma una influencia: el Drácula de Coppola. Todo esto podría haber sido un desastre, lo sé, pero la verdad es que el resultado no es  caprichoso pastiche postmoderno. Es un nuevo Nosferatu.

Eggers revisita y explica la historia que conocemos muy bien, quizás  con la intención de sumar a un público menos versado en las idas y vueltas de Drácula – y quizás explica demasiado, sobre todo cuando las imágenes hablan por sí solas- pero también incorpora una mirada original: esta vez no estamos en la Inglaterra Victoriana, sino en pleno Romanticismo Alemán. Y ese solo cambio de contexto histórico implica un cambio radical en el tono, contenidos y climas de toda la historia.

Por otra parte, muy a tono con los tiempos, Eggers recupera e intensifica la sexualidad y el erotismo de la novela, que en las versiones anteriores directamente no estaba, o era lánguido y etéreo, o sino de un romanticismo refinado y sentimental. Acá no hay nada de todo eso.

Porque la sexualidad que une a Nosferatu con Ellen es corpórea, atávica, animal. Es ella quien lo invoca, está en sus sueños desde niña, y siendo una joven mujer se siente abrumada por una soledad existencial. Quiere y necesita a un ser, aunque sea un monstruo, que la haga vibrar. Ya es hora de orgasmos intensos. Entonces, no hay acá una modosita mujer enamorada, sino una mujer deseante con la libido a flor de piel. No se va a quedar con las ganas, el goce es inmenso. No es una víctima, es una mujer empoderada.

La bella y la bestia, siendo esta vez la bestia realmente horrenda, la posesión del cuerpo que, más que enfermo, está deseoso e insatisfecho, y la histeria de la sexualidad reprimida se desatan cada vez que el deseo lo exige. Pareciera que no hay límites excepto el del suicidio y la muerte de los amantes malditos. Antes del final, habrá muchas otras muertes, algunas espeluznantes.

 Como La bruja, El faro y El hombre del norte, la fotografía y puesta en escena de Eggers es deslumbrante por su meticulosidad y sus atmósferas. Sí, es todo muy bello, pero es la belleza de lo oscuro y lo prohibido que Eggers logra transmitir con belleza extrema pero sin preciosismo ornamental. Y es la belleza de lo dramático.

Al fin y al cabo, resultó que había mucho nuevo que se podía hacer con una historia tan conocida. Solo que tenía que hacerlo un autor sin miedo a homenajear a las fuentes, a la vez que marca su propio camino, un tanto subversivo y sin concesiones.