“Los cuerpos desnudos de una mujer y un hombre derrumbados, sentados en el piso con sus cabezas gachas, sus sexos expuestos, desolados, devastados, inertes, sin energía. Esa fue la primera imagen que se me vino a la mente al concebir esta película. Una pareja que se separa, dos cuerpos que intentan por última vez amarse, pero fracasan. Y ese trágico momento en que todo parece detenerse y quedar flotando en un tiempo suspendido”, dice la actriz y directora Mónica Lairana acerca de La cama, su ópera prima que tuvo su estreno mundial en la sección Forum del Festival de Berlín, luego fue parte de la competencia oficial del Festival de Mar del Plata – donde ganó el premio de la DAC a Mejor Dirección de Película Argentina en todas las competencias – y ahora se estrena exclusivamente en Malba Cine y la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín.
Lo primero que hay que decir acerca de La cama es que el premio a mejor dirección realmente le hace justicia. No muchas óperas primas argentinas de estos últimos años están dirigidas con un criterio tan sólido y una estética tan cohesiva como coherente. Desde la cuidadísima y elocuente fotografía hasta el montaje exacto para darle al relato su tempo cansino, y pasando por una cámara intimista que se acerca mucho pero no invade nunca, La cama muestra la confianza a ultranza en un formalismo tan personal como irrepetible.
La trama en sí misma es sencilla – lo que no significa que aquello de lo que habla sea sencillo – y se puede resumir en pocas líneas. Jorge (Alejo Mango) y Mabel (Sandra Sandrini) han tomado una decisión dolorosa: separarse después de vivir juntos durante tres décadas. Él tiene 60 años, ella 59. No son los mejores años para empezar a vivir solos. Pero el amor se terminó y no hay vuelta atrás. Ya vendieron su casa y ahora les toca desmantelarla, embalar objetos varios, guardar las cosas de cada uno y tirar las que no necesiten. Es que pronto llega el camión de la mudanza y hay que tener todo preparado. Y a pesar de que saben que ya no pueden seguir juntos, son ellos y no las cosas los que parecen no estar preparados para despedirse. Es que toda separación, por más civilizada que sea, es un proceso penoso.
Esa misma mañana, para mitigar el sufrimiento, la pareja se esfuerza por hacer el amor, o simplemente tener sexo, por última vez. Pero es en vano. No es que se odien, estén enojados o resentidos. No pasa por ahí. Simplemente, no hay más deseo. Por eso, les guste o no, su historia se terminó y van a tener que dejar la casa vacía en cuestión de horas. Y, casi con certeza, para no volver nunca más.
Se puede pensar a La cama como la crónica minuciosa del comienzo de un duelo. Claro que es una crónica silenciosa, de muy pocas palabras – apenas hay diálogo – en la que la (in) comunicación se tramita con dificultad a través de los cuerpos. Porque, ya se sabe, el discurso es engañoso pero los cuerpos no mienten. Es más que apropiado, entonces, que Lairana haya dejado de lado la volatilidad de las palabras para darle peso a estos cuerpos cansados que en cualquier momento se desploman.
Aunque sería más preciso decir que la caída de estos cuerpos no solo se puede leer en un sentido metafórico, sino también de un modo muy concreto. Porque no son cuerpos jóvenes, tonificados, musculosos o armónicos. En cambio, tienen el marcado desgaste del paso del tiempo, la falta de vitalidad asociada a las pérdidas, cierto abandono que se puede asociar, quizás, a dejar de ser deseado por ese Otro que alguna vez fue tan importante. Y, también, por dejar de desearlo. Muerto el deseo, cae la carne.
A la vez, yendo contra la corriente que impera en nuestras sociedades a la hora de mostrar cuerpos (que pide que cuanto más hermosos sean, mejor) Lairana desnuda cuerpos que, hoy por hoy, parecen no tener visibilidad alguna. Como si no existieran. Por eso es relevante que aquí, en La cama, sí sean mostrados. Porque sí existen.
En esta crónica de un duelo, los cuerpos (sobre) viven dentro de una atmósfera asfixiante y, tal como señala su directora, dentro de un tiempo suspendido, que no pasa nunca. De ahí la sensación de incomodidad y encierro, de esas esperas interminables que corroen el alma. Los recursos formales para representar todo esto son muy certeros: los planos fijos, muchas veces con poca acción interna, que duran mucho más de lo habitual, los personajes apretados contra los marcos de puertas, muebles y ventanas, la cámara voyeur que, en ocasiones, se acerca más de la cuenta – pero después, rápidamente, se aleja un poco.
Dejando de lado la excelencia formal, se pueden objetar un par de cuestiones vinculadas a la narrativa. Hay, de tanto en tanto, una tendencia a repetir contenidos – situaciones de frustración, de inercia, de desolación – que ya fueron expuestos con claridad en escenas anteriores. Se entiende que aquí hay una voluntad de representar los matices de una elegía, pero a veces la reiteración tiene un efecto contraproducente: pone en evidencia la premisa con demasiada insistencia y, entonces, la narrativa – y la estética – llaman la atención sobre sí mismas. Eso no parece ser un efecto buscado.
Queda claro, también, que no hay que tomar todo lo que se ve en su literalidad, sino ahondar en el subtexto y en su carácter simbólico. Pero cuando lo que subyace se hace obvio, se pierde un poco su impacto. Como hay pocos subrayados, cuando sí los hay La cama deja de funcionar, aunque sea por un instante, con su habitual fluidez.
De todos modos, considerando lo arriesgado de la propuesta y su ejecución admirable, la ópera prima de Mónica Lairana muestra que es una directora a tomar muy en cuenta de ahora en más. Ya sabíamos que es una actriz talentosa, y sus cortometrajes, Rosa (2010) y María (2012) eran más que promisorios. Sobran, entonces, los motivos para celebrar.
La cama (Argentina, Brasil, Alemania, Holanda, 2018) Puntaje: 8
Escrita y dirigida por Mónica Lairana. Con Sandra Sandrini, Alejo Mango. Fotografía: Flavio Dragoset. Dirección de Arte: Maru Tomé, Renata Gelosi. Montaje Eduardo Serrano. Sonido Germán Chiodi, Manuel de Andrés, Juan Sebastián Pappalardo. Producida por Mónica Lairana, Adriana Yurcovich, Paulo Pécora, Gema Juárez Allen. Duración: 84 minutos.