Pocas operas primas, y todavía menos si son películas de terror, tienen una audacia en su narrativa, una estética tan cuidada, y un impacto sensorial como El legado del diablo, escrita y dirigida por Ari Aster. Audaz porque recupera lo mejor de un cine que ya casi pasó de moda, un tipo de terror que se construye cuidadosamente en base a una trama bien articulada, una tensión in crescendo, y sin golpes de efecto. Su estética es impecable: no hay un plano mal iluminado o mal compuesto, un movimiento de cámara innecesario o mal ejecutado, o un momento de música o sonidos sin sentido. Y su impacto no es solo visual o sonoro, sino también afectivo e intelectual. Y está todo al servicio del drama, es decir de narrar una historia tal como la historia lo pide, por eso nunca es una cuestión de virtuosismo o un despliegue técnico en sí mismo.
Con algunas ideas generales tomadas del El bebé de Rosemary y otras de El exorcista, El legado del diablo es tanto un apesumbrado y asfixiante drama familiar sobre la culpa, el trauma y la locura como una película de terror sobre la demoníaca herencia que deja una siniestra abuela que hacía del ocultismo una práctica habitual y secreta. O las dos cosas juntas. Porque así es el mejor cine de este género: usa el terror fantástico o sobrenatural para hablar del horror más terrenal que se esconde en una casa, un pueblo, una sociedad toda.
También se la puede pensar como una especie de tragedia moderna donde todos los personajes ignoran que carecen de todo tipo de libre albedrío. Hagan lo que hagan, ya están condenados de antemano. Lo que no hace que nada de todo lo que les pasa sea menos angustiante. Tampoco por eso la película es predecible. Ni por un momento. Incluso cuando se intuye que es posible que haya una historia de posesión en camino no es fácil adivinar por donde va a venir – si es que viene.
Todo comienza en el sepelio de Ellen, una anciana un tanto misteriosa que vivió sus últimos días con demencia, que es la madre de Annie (Toni Collette), una madre de unos 40 y pico de años que tiene dos hijos: Charlie (Milly Shapiro), una adolescente de 13 años, esquiva y taciturna, y Peter (Alex Wolff), el hermano mayor, el típico (pero no tan típico) adolescente de secundaria que fuma porro, toma cerveza, va a fiestas, y quiere conocer chicas. Su marido es Steve (Gabriel Byrne), psiquiatra y buen padre, uno de esos hombres confiables que no muchas familias tienen.
Algunas palabras que Annie dice acerca de su madre en el discurso que da en el sepelio hacen pensar que siempre hubo algo muy raro en esa familia. No se sabe bien qué puede ser y eso lo hace más ominoso. La ceremonia es tensa, a las personas presentes se las nota ausentes, y si bien no hay nada particularmente lúgubre tampoco hay un espíritu de despedida a un ser querido.
Terminada la ceremonia, la familia vuelve a su hogar, una espaciosa y muy cómoda casona en las afueras, en un pequeño bosque. Allí también trabaja Annie diseñando y construyendo maquetas en miniatura para armar distintos escenarios, como son las casas de muñecas. De hecho, una de las maquetas corresponde a la propia casa donde ellos viven. En pocos días, la vida de todos vuelve a la normalidad. Excepto por Charlie, la muerte de la abuela no parece haber afectado a nadie. Aunque saber qué siente Charlie es tan difícil como saber por qué, en secreto, hace esos dibujos tan escalofriantes y por qué le corta el cuello a las palomas.
Hasta que pasa algo que lo cambia todo. Una noche como cualquier otra ocurre un accidente horrendo, macabro. Sobre todo, irreparable. Y ahora sí todos quedan devastados. Es una de esas cosas de las que nadie podría recuperarse. O tal vez sí, pero con un costo enorme y contraproducente. Pero a veces el sufrimiento es tan grande que uno sigue cualquier camino que haya para mitigarlo.
Y ya no conviene saber más nada de la trama. Apenas se puede decir que de ahora en más los secretos van a ir apareciendo, la oscuridad se va a ir haciendo presente, y el miedo va a convivir día y noche con todos los miembros de la familia. Del drama familiar a la película de terror clásica hay pocos pasos y las transiciones entre los dos terrenos ni se notan. Estilísticamente hablando, las costuras nunca se ven.
El legado del diablo es una película de climas, de atmósfera, como los grandes clásicos de los 60’s y los 70’s. Por eso es esencial que cada elemento del lenguaje cinematográfico esté utilizado en su grado justo: acá no se apuesta al exceso ni al minimalismo – aunque hay gore y no poco en el final, pero no antes. Por eso la musicalización no ensordece pero si enerva, el montaje no descoloca al espectador con cortes bruscos pero sí obliga a ver lo que no se quiere ver en el momento justo, la iluminación no revela todo pero sí sugiere mucho. Y los muy efectivos efectos especiales no son un espectáculo en sí mismo, sino un modo de representar eso que en la llamada vida real no existe.
Como en los clásicos, los personajes tienen matices, son creíbles, tienen carnadura. No son ni obvios ni transparentes, pero tampoco herméticos y opacos como para generar una falsa sensación de misterio. Y las interpretaciones, con la excepcional Toni Colette a la cabeza, son de lo más convincentes que se han visto en el cine de terror desde hace ya un buen tiempo.
Como puntos en contra, la opera prima de Ari Aster tiene problemas para resolver el tercer acto e incurre en un error repetido ya muchas veces. Por un lado, los acontecimientos que llevan hacia al final aparecen de una manera un poco abrupta, se precipitan en cadena, y no están dramatizados con mucha originalidad – acá sí aparecen clichés que ni se veían venir. Por otro lado, cuando se explica la razón de ser de todo lo que ocurre, cuando se quiere enunciar el por qué del Mal, la sensación de ambigüedad, misterio y tensión disminuye notablemente. Y eso que el clímax es espeluznante. No es que el final no sea interesante. Lo que no es interesante es el modo en el que está representado. No es el qué, es el cómo.
Tampoco ayuda que haya algunos cabos sueltos en la trama o que haya que hacer algunas interpretaciones un tanto arriesgadas para entender por qué ocurre tal o cual cosa. Es verdad que no tiene que encajar. Pero hay un par de cosas que el guión pone en juego y después quedan medio a la deriva. El legado del diablo es una película ambiciosa que parte de una muy buena idea, pero por momentos es excesiva. Menos hubiera sido más.
De todos modos, considerando todo lo que está bien y muy bien, todo lo que es sencillamente excelente, es más que claro que es una de esas películas que no se olvidan y que conviene ver más de una vez. Porque acá los detalles son de una importancia vital y se sabe que en una primera visión a veces hasta lo más importante pasa desapercibido. Ah, una cosa más: Hereditary (hereditario) es el título original. Vale la pena tomarlo en cuenta.
El legado del diablo (Hereditary, EEUU, 2018). Puntaje: 8
Escrita y dirigida por Ari Aster. Con Toni Collette, Gabriel Byrne, Alex Wolff, Ann Dowd, Milly Shapiro. Fotografía: Pawel Pogorzelski. Música: Colin Stetson. Montaje: Jennifer Lame, Lucian Johnston. Duración: 127 minutos.