Después de Colmillos (2009) y Langosta (2015), ambas nominadas al Oscar a Mejor Guión para Yorgos Lanthimos y Efthymis Filippou, llega El sacrificio del ciervo sagrado, la nueva y, por supuesto, muy controversial película del realizador griego que cosecha premios a diestra y siniestra en importantes festivales internacionales, no sin cierto rechazo por parte de la crítica y de buena parte del público. En el 2011 había estrenado Alps, que ganó el premio al Mejor Guión en el Festival de Venecia. Seguramente, su nuevo opus no va a ser la excepción. De hecho, Lanthimos y su co-guionista ya han ganado el Premio al Mejor Guión en el Festival de Cannes 2017 con El sacrificio del ciervo sagrado.
Que es, una vez más, una gran alegoría. Esta vez, sobre el pecado, la expiación, y el sacrificio. Al menos, en principio. Después, se va viendo qué otras cosas más se pueden sumar. Está basada muy libremente en el mito griego de Ifigenia, quien fue sacrificada a los dioses por su propio padre, Agamenón. Lo que no quiere decir que haya que ser conocedor de mitología griega para abordar la película. En cambio, sí ayuda tener cierto gusto por el fantástico, en general, y por un tipo de cine de terror, en particular.
Quizás haya algo de Kubrick, en su gelidez y obsesividad en la estética, pero sin su mirada moral y satírica. Se puede pensar en Funny Games, pero sin el existencialismo pesimista y la crudeza extrema de Haneke. Sería algo así como un terror que bien puede comenzar siendo psicológico, incluso quizás un thriller que podría revelarse completamente lógico, pero que eventualmente va a entrar en un terreno de indeterminación que va más allá de lo racional. Porque que algo real y siniestro está pasando es una verdad absoluta, ¿pero cómo puede ser que esté pasando? ¿Qué se hizo para que pase? Lo más importante, ¿se puede detener y volver a la normalidad?
La normalidad estaría representada por la hermosa familia nuclear burguesa que componen Papá Steve (Colin Farrell), un respetado cardiocirujano, y Mamá Anna (Nicole Kidman), una respetada oftalmóloga, con sus dos hijos: Bob (Sunny Suljic), un adolescente no muy comunicativo, y Kim (Raffey Cassidy), una adolescente un poco más comunicativa que acaba de tener su primera menstruación. Parecen quererse y probablemente mucho, aunque no sean afectuosos ni por asomo. Tampoco parecen estar sufriendo ni nada por el estilo, quizás solo están un poco suspendidos en una existencia un tanto monótona. Nada del otro mundo.
Lo que sí es muy raro es el tipo de relación que mantiene Steve con Martin (Barry Keoghan), un adolescente que acaba de perder a su padre. Se ve a Steve junto con Martin charlando y comiendo, Steve va a visitar a la madre de Martin y sale medio despavorido, y aún así después invita a Martin a que conozca a su familia. Hasta que la trama revele qué une a Steve y a Martin, todo es especulación pura y así el espectador queda librado a su buen saber y entender. Pero al revelarse un detalle para nada menor, algo que ocurrió en un pasado previo al comienzo de la película, ahí empieza el principio del fin. Aparte, es entonces cuando también queda claro que Martin tiene algún tipo de poder siniestro que se despliega en todo su esplendor. Ahí se conjura el infierno tan temido: es el momento del sacrificio para expiar el pecado. Y mejor no saber más nada.
No hay ninguna duda de que Lanthimos sabe construir una narrativa tensa, que se va tornando asfixiante, muy incómoda. Aunque se sepa poco y nada, siempre se intuye la presencia de algo ominoso, algo cercano a la paranoia, desde el primer plano. Está en el aire y se nota. Como si la presencia de una enfermedad sin nombre lo infectara todo, muy de a poco, pero avanzando sin contramarcha. Si de climas y atmósferas se trata, Lanthimos es digno heredero del mejor Polanski.
Pero el cine, o este tipo de cine, debería ser más que excelentes climas. Polanski, Haneke, Kubrick, van mucho más allá del estilo. Podrán gustar o no, mucho o poco, pero no son cineastas de la superficie. Es la esencia lo que los define. Tienen algo para decir y no es algo así nomás. Y no dicen varias veces lo mismo en la misma película.
Y es la esencia, precisamente, lo que se extraña un poco en Lanthimos. Lo que uno desearía que estuviese más presente. O, al menos, en El sacrificio del ciervo sagrado. Porque ocurren, al menos, dos cosas. Por un lado, cuando ya se interpreta la premisa central, cuando se devela el juego narrativo, no es mucho lo que queda para analizar. Da la sensación de haber asistido a una gran, precisa y genialmente orquestada representación en aras de un par de ideas no muy complejas ni osadas ni elaboradas. Y se supone que, entonces, lo que tendría que impactarnos sería la crudeza de la ejecución y lo desolador del panorama general. Pero esto bien puede ser más un gran golpe de efecto que otra cosa, y un gran golpe de efecto es solo eso.
También, al mismo tiempo, y aunque pueda sonar contradictorio, la narrativa está armada con tanta libertad para tantas posibles interpretaciones dentro del mismo barrio que, entonces, parecería que todas pueden ser intercambiables. Si no es esto, es lo otro. O lo otro. O quizás aquello. Todas las posibilidades como piezas de un gran juego. Y así nos quedamos, de nuevo, con un triunfo del estilo por sobre el contenido. Falta la esencia.
De todos modos, aún con todos estos reparos, El sacrificio del ciervo sagrado no deja de ser una propuesta que tiene muchos méritos formales indudables y actuaciones casi memorables. Aún en un contexto tan enrarecido, todos los actores, hasta el más secundario, hacen que sus personajes transiten el terrible derrotero que les tocó sufrir.
El sacrificio del ciervo sagrado (The Killing of a Sacred Deer, Reino Unido, Irlanda, EEUU, 2017). Puntaje: 6
Dirigida por Yorgos Lanthimos. Con Nicole Kidman, Colin Farrell, Alicia Silverstone, Barry Keoghan, Bill Camp, Raffey Cassidy, Sunny Suljic. Guión: Yorgos Lanthimos, Efthymis Filippou. Fotografía: Thimios Bakatakis. Montaje: Yorgos Mavropsaridis. Duración: 121 minutos.