El paso suspendido de don Diego de Zama

Mucho se ha hablado de Lucrecia Martel. Ella es, probablemente, la directora argentina que más dialoga con el séptimo arte; se apropia de cada recurso que el cine le ofrece y reclama acompañantes atentos a la altura de esa gesta. El timón con el que conduce es decidido, inquebrantable, y sólo filma aquello en lo que cree verdaderamente. En Zama, su cuarto largometraje, transpuso la novela homónima de Antonio Di Benedetto, ambientada cerca de 1790 durante el virreinato del Río de la Plata en los márgenes del río Paraguay, y que tiene como eje la espera de don Diego de Zama, un funcionario de la corona española que aguarda ser trasladado a Buenos Aires donde quedaron su esposa, sus hijos y su esperanza.

Para llegar a un resultado que le haga honor al original del escritor mendocino, recientemente traducido al inglés y elogiado en todo el mundo literario, Martel dio un especial lugar al campo sonoro, creando un film coral, sinfónico, poblado de diferentes lenguas, voces y sonidos de la naturaleza, que emergen como testigos de la soberbia y decadencia de los conquistadores y del devenir de los habitantes originarios, reales dueños de esas tierras.

Y en el centro de esta búsqueda hay un rostro que lo dice todo. El actor madrileño nacionalizado mejicano, Diego Giménez Cacho, luce extraordinario en unos planos fijos del lugar donde este hombre se siente extranjero. El es “el corregidor, el enérgico, el que hizo justicia sin emplear la espada”, según dice un niño que presenta, en clave onírica, al personaje. Apoyada Martel en una sensual puesta en escena donde las desprejuiciadas mujeres del lugar se bañan desnudas en el río ante la atónita y deseante mirada de don Diego, describirá aun más a este Zama, que, en contrapunto, reprimirá sistemáticamente sus impulsos.

Martel siempre fue experta a la hora de elegir los rostros que llevarían adelante sus historias. La Borges y la Morán de La ciénaga, el Belloso de La niña santa o la Onetto de La mujer sin cabeza. Y no siendo ésta la excepción, supo encontrar el actor que daría con el tono, increíblemente certero, para interpretar a don Diego. El pulso de Giménez Cacho para crear su personaje y el tino de la realizadora para dirigirlo fueron decisivos para captar la esencia de esta obra, el espíritu de la espera.

El personaje de Zama está compuesto con ardor y sosiego, transitando su desolada existencia entre la prodigiosa naturaleza que lo circunda y los destellos de un devastador imperio. Y cuando ya no sirve volver a empezar, cuando ya la espera es un estado permanente del alma, que se va oxidando muy adentro, el rostro silencioso de Giménez Cacho se apodera del cuadro, lo inunda con un simple movimiento de su rugoso rostro y de su elocuente mirada, mientras todo lo demás queda, afortunadamente, en fuera de campo.

Zama interpela a ese espíritu colonizador que aniquiló la esperanza hasta convertirla en utopía. El protagonista, uno de los fieles servidores de la corona, condenado a una existencia sin sentido, recorre en pocos segundos la desoladora revelación, epifánica, que lo vuelve a su interior y que le anuncia la llegada de la muerte, lo único que puede esperar, con la certeza, esta vez sí, de que llegará más tarde o más temprano.

Resultaba difícil pensar que se podía encontrar entre los actores contemporáneos un rival del recientemente fallecido Harry Dean Stanton, el sublime actor de las múltiples miradas. Pero Daniel Giménez Cacho, al que muchos conocimos por su interpretación del asesino “parecido a Charles Boyer”, de Profundo carmesí, aquel título incómodo, de 1996, factura del director mejicano Arturo Ripstein y de la guionista, también mejicana, Paz Alicia Garciadiego, logró acercarse. Y aquel que entonces atravesaba el crimen con pasión desmesurada, volvió, con la ductilidad de los grandes, encarnando la aletargada, eterna, becketiana, espera, de don Diego de Zama.

Di Benedetto y Martel hicieron de Zama una obra profunda. Porque en Zama todo se siente, se siente la decadencia del esplendor colonial y el orden impuesto, se siente la desesperanza creciente de don Diego, se siente el calor, que sofoca a los fuertes que permanecen y a los débiles que sucumben, y se siente el poder sin escrúpulos, ese que nada tiene que envidiarle a la corrupción contemporánea. Así, con vehemencia, Martel supo poner en imágenes lo que Di Benedetto había sugerido con su exquisita prosa, y lo hace sin concesiones al espectador perezoso, más bien interpelando al espectador activo para que complete los caminos fértiles que su cámara recorre.