Pinamar, de Federico Godfrid

En su ópera prima La Tigra, Chaco (2009), co-dirigida con Juan Sasiaín, Federico Godfrid narraba el retorno de un joven, tras largos años de ausencia, al pueblo donde pasaba los veranos de su infancia. Mientras trata de reencontrarse con su padre – que está siempre en la ruta con su camión – se encuentra, en cambio, con una amiga de cuando era chico. Casi sin querer, surge la posibilidad de un romance.

Algo de lo anterior también está presente en la segunda película de Godfrid, esta vez en solitario. Exhibida en los festivales de San Sebastián, Biarritz y Mar del Plata, Pinamar narra la historia de dos hermanos de veinte y pico que vuelven a la ciudad costera que fue el lugar de sus veraneos para tirar al mar las cenizas de su madre. Y para vender el departamento familiar, un asunto para nada menor porque significa decir adiós para siempre. Inesperadamente, se encuentran con una amiga de la infancia, quizás haya un amorío, y eventualmente aparece la sensación de que un duelo se podría convertir en un renacer.

Pero La Tigra, Chaco y Pinamar no son la misma película. Godfrid no se copia a sí mismo. De hecho, más adelante en el desarrollo de la trama, hay mucho que las diferencia. Lo que sí se mantiene y se amplía es la fascinación del director por evocar universos permeados por la nostalgia y la melancolía, la búsqueda de conectar con algo vivo frente a la ausencia o la pérdida, y el sabor agridulce que tiene retornar a un lugar de la infancia. Porque hay un espacio y un tiempo que ya no vuelven, pero también hay un presente que puede transformarse y habitarse de otra manera.

Filmada en un registro naturalista en locaciones diversas en la temporada baja del balneario, Pinamar tiene un ritmo pausado pero nunca moroso. No es mucho el diálogo, pero tampoco es poco. Cada tanto, se privilegian las pausas, los gestos, las miradas, seguramente porque tienen una capacidad de comunicar emociones que, a veces, las palabras no tienen. O al menos de comunicarlas de un modo un poco más ambiguo, menos manifiesto.

Se podría decir que la narración es minimalista ya que la historia nunca está atiborrada de acontecimientos, no es compleja, y mucho menos, altisonante. El punto es que el término minimalismo ya está muy desgastado y suena a lugar común. Pero en el caso de Pinamar es más que indicado. Porque acá se proyecta todo un universo emocional desde y a través de la simpleza. A la vez, también es verdad que es una narrativa ya probada muchas veces y que se sabe que funciona, quizás por eso alguna que otra sorpresa, algún desvío, podría haber sido más que interesante. Lo mismo ocurre con los personajes, que podrían haber crecido más de haber tenido algunos otros matices.

Juan Grandinetti, Agustín Pardella y Violeta Palukas encarnan al trío protagonista, aunque es Grandinetti (hijo del conocido actor Darío Grandinetti) quien encuentra un tono retraído y personal que es más afín al corazón del relato. Lo que no quiere decir que opaque a Pardella o a Palukas, quienes se desempeñan con profesionalismo.

El mérito más grande de la película, lo que le da un color especial, es su atmósfera general de tristeza flotante y dolor (a veces disimulado) que junto con la sensación de un tiempo suspendido anteceden a un posible dulce porvenir. Porque es una atmósfera genuina, es lo que se siente en esas situaciones, es lo que es más difícil de plasmar. Y cualquiera que haya veraneado muchos años seguidos en un balneario sabe que la sensación de pertenencia a ese espacio – con la magia del mar, de las casas y de los caminos de tierra – está perfectamente representada.

Pinamar (Argentina, 2016). Puntaje: 7

Dirigida por Federico Godfrid. Escrita por Lucía Möller. Con Juan Grandinetti, Agustín Pardella, Violeta Palukas. Fotografía: Fernando Lockett. Música: Daniel Godfrid, Sebastián Espósito. Montaje: Valeria Otheguy. Sonido: Martín Grignaschi. Duración: 84 minutos.