Starred Up, el aclamado drama carcelario que el director escocés David Mackenzie filmó antes de Hell or High Water, no tuvo estreno en la Argentina. Del resto de su filmografía solamente dos películas llegaron al circuito comercial mientras que algunas otras fueron directo a DVD. A juzgar por todos los méritos de Hell or High Water, que significa “pase lo que pase”, y estrenada acá como Sin nada que perder, es obvio nos estuvimos perdiendo la obra de un excelente director. Algo que pasa muchas veces por desinteligencias varias de la distribución de cine en Argentina.
Nominada a 4 premios Oscar, incluyendo mejor película, mejor guión (para Taylor Sheridan, que escribió Sicario), y mejor actor secundario (para Jeff Bridges, absolutamente deslumbrante) la nueva película de David Mackenzie es un drama de pérdidas varias, genuino y desolador; es un pequeño gran Western, moderno y con algo de humor; es un policial neo noir con improvisados y atribulados ladrones de banco; y es una sólida película de acción que nunca pierde el pulso. Todo esto en el marco de una Norteamérica que enfrenta una profunda crisis económica y financiera que deja sin nada a los que menos tienen.
Hay cuatro personajes centrales en Sin nada que perder. Por un lado, están los hermanos Howard, Toby (Chris Pine) y Tanner (Ben Foster), que durante toda su vida crecieron en la pobreza del rancho familiar en West Texas. Tanner, a su vez, salió de prisión hace ya un tiempo y eligió, por así decirlo, no acompañar a su madre durante el largo proceso de su enfermedad y muerte. Pero Toby sí. Y aunque no lo culpa, es claro que necesitaba la ayuda de ese hermano ausente.
Pero más la necesita ahora porque la deuda del rancho familiar hipotecado es cada vez más alta y si no se paga cuanto antes, entonces el banco se queda con la propiedad. Una situación lamentable, idéntica a la de muchos lugareños a punto tal de que comunidades enteras han desaparecido tanto por la crisis económica como por las políticas usureras de los bancos.
Por otro lado, tenemos al ranger Marcus Hamilton (Jeff Bridges), que pronto se va a jubilar, y a su ayudante Alberto (Gil Birminghmam), un mestizo de origen indio y mejicano. Los dos forman una pareja despareja y parecen agredirse todo el tiempo, pero es solo una fachada porque en el fondo se aprecian y se necesitan más de lo que les gustaría admitir. Aunque también hay algo que se parece al desprecio o al resentimiento enraizado en la mirada racista del hombre blanco norteamericano hacia los indios. Porque Sin nada que perder también es una historia de cowboys dominantes e indios desplazados.
Toby le pide ayuda a Tanner para realizar una serie de robos en distintas sucursales del Midlands Bank, durante las primeras horas de la mañana, solamente llevándose el dinero del banco (y no el de los clientes que pueden estar presentes) en billetes de baja denominación. Con este dinero (y con algo más que se revelará más adelante) Toby planea salvar su rancho y dejárselo a sus hijos pequeños que hoy viven con su hostil ex esposa (Marina Ireland). Conseguir que su plan funcione sería ponerle un punto final a una larga historia de pobreza familiar, y así una nueva generación podría vivir vidas que merezcan ser vividas. Lo que se dice quebrar un círculo.
Como en todo policial noir, las figuras del crimen, los delincuentes, y las fuerzas de la ley y el orden son elementos, a veces incluso excusas, para hablar de la sociedad toda y no precisamente de sus zonas luminosas. En Sin nada que perder, la oscuridad es la pobreza incipiente, es la pérdida de un horizonte, son las fantasías de progreso que se desvanecieron hace rato. En vez del sueño americano, hay una pesadilla que afecta a casi todos. Es que todas estas comunidades del medio oeste (y de otras partes de los EEUU también) están tan relegadas como esos pueblos fantasmas de los westerns clásicos donde casi no queda nadie vivo.
Pero no es solamente eso lo que es tan auténtico en el retrato. Son también los personajes de carne y hueso interpretados por actores que no dan un paso en falso, son los diálogos punzantes y creíbles, son las locaciones que existen tanto como estados de ánimo como escenarios concretos de un far west en el ocaso. Con un uso de la fotografía que resalta lo árido y abrasivo del lugar en tonos ocre y colores tierra, con una cámara que realizado movimientos bien estilizados – por ejemplo, planos secuencia que capturan el tiempo real en los asaltos y las huidas en auto – y que sin embargo nunca eclipsan ni a los personajes ni al drama, con un montaje crispado cuando es necesario y mucho más relajado en momentos de calma, con todos estos elementos tan hábilmente distribuidos y ejecutados, Sin nada que perder se erige como una más que notable película de género con una mirada personal y comprometida.
Hay algo de humor, también. Pero es un humor que funciona como alivio frente a tanta desazón. Es el humor que las personas se permiten cuando las causas perdidas son muchas y variadas. Es, en todo caso, un humor caustico y tristón al mismo tiempo. Pero no expresa un sentimiento de resignación ni de derrota. Porque convengamos en que cuando no hay nada que perder, el concepto de derrota es muy relativo. De lo que se trata, en todo caso, es de ver qué se hace con tan poco. Porque algo siempre es mejor que nada. Y quien sabe, hasta quizás se pueda llegar más lejos de lo que se esperaba. Sin que esto signifique, en modo alguno, un final dorado a lo Hollywood. Porque acá el precio que se paga para tener ese algo mejor es muy alto. Pero así son las cosas en la Norteamérica de hoy.
Sin nada que perder (Hell or High Water, Estados Unidos, 2016). Puntaje: 9
Dirigida por David Mackenzie. Escrita por Taylor Sheridan. Con Chris Pine, Ben Foster, Jeff Bridges, Gil Birmingham, Katy Mixon. Fotografía: Giles Nuttgens. Música: Nick Cave, Warren Ellis. Montaje: Jake Roberts. Diseño de producción: Tom Duffield. Duración: 102 minutos.