Dulce país, de Warwick Thornton

Premio Especial del Jurado en el Festival de Venecia, el western australiano Dulce país, dirigido por Warwick Thornton, parece salido de otra época, la de esos westerns norteamericanos, perfectos en su forma fílmica, donde todo tiene la aridez de lo real, el pulso salvaje de tierras de nadie y los colores cobrizos del crepúsculo. Es como si uno de esos clásicos hubiese hecho un viaje en el tiempo para hacerse presente en un presente donde el género ya no existe. Eso en cuanto a lo formal, pero en cuanto al contenido y a la mirada sobre ese contenido, hay que decir que no hay nada de clásico. Más bien, se trata de una perspectiva revisionista y crítica que fácilmente se puede emparentar con la de Clint Eastwood en Los imperdonables.

Corre el año 1929 y estamos en el casi inexistente pueblo de Alice Springs, en el norte de Australia, un lugar que no se caracteriza –como tantos otros- por la convivencia pacífica entre blancos y aborígenes. Los primeros dominan y los otros son dominados. Nada nuevo bajo el sol.

Claro que hay excepciones: Sam Kelly (Hamilton Morris), es un aborigen empleado por el comprensivo predicador Fred Smith (Sam Neill), quien lo respeta como es debido y, a cambio, recibe el mismo respeto. Un día como cualquier otro, Harry March (Ewen Leslie), un malhumorado y maleducado veterano de la Segunda Guerra Mundial, llega al rancho del predicador y le pide ayuda para trabajos varios que debe realizar en su casa. A pedido de Fred, Sam se ofrece a ayudarlo. Junto a su esposa, acompaña a Harry hasta su casa y ejecuta las tareas que el veterano le pide.

Y lo que pasa a continuación no debería sorprender: no hay agradecimiento alguno y, mucho menos, respeto. De hecho, Harry viola a la esposa de Sam y después intenta matarlo. En defensa propia, Sam lo mata de un balazo. Así comienza su huida, junto a su esposa, y así comienza también la persecución que emprende el recio Sargento Fletcher (Bryan Brown). En el interín, Dulce país se va construyendo como una postal amarga e implacable con tonos muy contemporáneos.

Lo que llama la atención enseguida, ya desde el primer plano, es la precisión en el uso de la cámara y la composición fotográfica para construir un universo bello y trágico a la vez. Los grandes planos generales, y también los elocuentes primeros planos, de los westerns clásicos son aquí los protagonistas absolutos. Llanuras extensas, montañas majestuosas, un sol abrasador, unas casas endebles, una calle polvorienta y mucha gente violenta.

Para bien, no hay romanticismo de ningún tipo a la hora de mostrar cómo se construyen las naciones que someten y destruyen a sus pueblos originarios. No hay voluntad de tranquilizar conciencias ni de perdonar tantas masacres. El racismo está enraizado desde el nacimiento de estas naciones y ese mismo racismo es el que ha ido creciendo a lo largo de tantos años. No todos son despreciables – el predicador hace lo que puede, que no es poco, y hay un juez que también es un hombre justo – pero el panorama general es desolador. E incluso hay aborígenes que, por conveniencia o por sumisión, son más blancos que los blancos. Todo muy lejos de la glorificación de la conquista del oeste de los westerns norteamericanos clásicos.

Si algo le juega en contra a Dulce país es la poca sutileza a la hora de bajar el sentido de algunas escenas – no es un problema estructural, pero sí afecta ligeramente al todo. Cierta reiteración de ideas que ya se entienden puede, a veces, hacer que el discurso sea menos punzante. Pero no por eso la tensión es menor. O las interpretaciones menos convincentes. Y sí, el veterano Harry no tiene un solo rasgo que lo redima y es un representante – demasiado obvio – de todo lo malo. Pero, también es verdad que seres como él abundan. En ese entonces y ahora también.

Dulce país (Sweet Country, Australia, 2017). Puntaje: 8

Dirigida por Warwick Thornton. Escrita por Steven McGregor, David Tranter. Con Hamilton Morris, Bryan Brown, Sam Neill, Thomas M. Wright, Matt Day, Ewen Leslie, Gibson John, Natassia Gorie Furber, Tremayne y Trevor Doolan. Fotografía: Dylan River, Warwick Thornton. Montaje: Nick Meyers. Duración: 113 minutos