“Una película sobre el amor. Una película sobre la vida. Sobre la vida que es más fuerte que la muerte. El cine como un atisbo de esperanza”, con estas palabras distinguió FIPRESCI (Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica) a 120 pulsaciones por minuto, al otorgarle el premio de la crítica en el festival de Cannes 2017, donde también ganó el Gran Premio del Jurado. Y no se equivocaron en absoluto.
Porque la película de Robin Campillo (Les revenants, Eastern Boys) es exactamente eso: una película vital y amorosa, a pesar del panorama tan oscuro que retrata (o quizás justamente por eso). Lo que no significa, para nada, que sea ingenua o negadora. No es un canto a la vida a lo Hollywood. Nada más lejos. Es dolorosa, realista, implacable. Es lúcida, crítica y memoriosa. Pero siempre termina apostando a la lucha, a la vida y al amor como lo único que se puede oponer a la indiferencia, la muerte y el abandono.
Así como El corazón normal – la obra de teatro de Larry Kramer que años después fue llevada al cine – es una crónica de los comienzos del activismo contra el SIDA en los ‘80s en Nueva York en el auge de la epidemia, 120 pulsaciones por minuto echa una mirada sobre el mismo tema, pero en París en los 90’s. El mismo Campillo fue activista del grupo ACT UP, el famoso grupo de acción directa fundado en 1987 para llamar la atención pública sobre el SIDA y los afectados por la enfermedad. Y se nota que sabe de lo que habla y se siente su vehemencia.
Porque eran los años del gobierno de Miterrand, un gobierno incompetente e indiferente a la hora de enfrentar la epidemia, incapaz de formar conciencia. El otro gran demonio terrenal eran los laboratorios farmacéuticos y su rechazo a acelerar los procesos de producción de los medicamentos y a compartir la información sobre tratamientos potencialmente beneficiosos.
A diferencia de otros grupos activistas, ACT UP, que está formado por gays y lesbianas, algunos seropositivos y otros negativos, no se encarga de proveer asistencia médica ni trabajo ni alojamiento a infectados con HIV o a enfermos de SIDA. En cambio, lleva a cabo distintas acciones de visibilización, directas y agresivas, aunque sin violencia real. En los comienzos de la epidemia, esto quería decir acciones performativas tales como visitas compulsivas y no anunciadas a las escuelas secundarias para distribuir preservativos, arrojar sangre falsa en las oficinas de un mega laboratorio farmacéutico, soltar globos llenos de tinta emulando las caras de los políticos manchadas de sangre, o teñir de rojo el Sena.
De toda esa parte, incluyendo las reuniones de debate e internas del grupo, se ocupa más de la primera mitad de 120 pulsaciones con minuto. Con gran habilidad narrativa, Campillo hace una radiografía de una sociedad y un gobierno enfrentados a una enfermedad que les provoca pánico y los supera. Y habla de las consecuencias de la parálisis que el miedo genera. También está, por supuesto, la indiferencia hacia los sectores más vulnerados por el SIDA, léase la comunidad LGTTB, las mujeres, los drogadictos, las prostitutas, los hemofílicos. Ése es el estado de las cosas que la película observa con furia, con dolor y sin concesiones. Como no podría ser de otro modo.
Con todos sus logros – la claridad expositiva del relato, el realismo de los encuentros políticos, el reflejo de las dinámicas de grupo, el pulso de la lucha – esta primera parte no es, en sí misma, lo que hace que la película sea extraordinaria. Sí es muy valiosa, pero no necesariamente por su carácter de denuncia. Porque esta película, si bien tiene un deliberado aire documental, no es una lección de historia. Va mucho más allá.
Porque en su segunda mitad el foco se desplaza y se desarrolla la historia particular – hasta ahora esbozada- de uno de los activistas, Sean Dalmazo, conmovedoramente interpretado por Nahuel Pérez Biscayart, el reconocido joven actor argentino de numerosos films locales independientes y también protagonista de unos cuantos europeos.
Sean y Nathan (Arnaud Valois), un recién llegado al grupo, se van a enamorar más rápido de lo que imaginaban y en circunstancias complicadas, van a vivir y sufrir (y mucho) por ese amor y por el otro. Lo que no hace que dejen de apostar por la vida. Aunque también puede ser cierto que, eventualmente, la opción vital puede significar no sufrir más innecesariamente. Lo que sí es seguro es que nadie puede saber qué hacer en una situación que nadie imaginó que alguna vez pudiera pasar. Así es este abismo.
Y sí, es una película que duele y que hace llorar. Pero no podría ser de otra forma. Esta realidad fue así y es justo que así sea mostrada. Es una película que cala hondo, pero no desborda ni hace del sufrimiento un espectáculo. No hay melodrama. No es obscena. Ni por un minuto. Por eso nunca es mórbida o depresiva.
Con la llegada de la medicación antirretroviral, o sea de los famosos cócteles de inhibidores de la proteasa, nace una nueva esperanza para muchos pacientes. Una esperanza que resultó ser real y así se convirtió en un antes y un después en la lucha contra el SIDA. Claro que para mucha gente todo esto ya llegó tarde. El tiempo fue siempre un factor esencial y sin embargo se perdió mucho tiempo. O se eligió no hablar. Y tal como reza el slogan de ACT UP, Silencio=Muerte.
Pero dejando de lado la esperanza concreta que surge de los nuevos medicamentos, Campillo habla de otro tipo de esperanza, más amplia y más propia del espíritu de supervivencia. Una voluntad de vivir que encuentra en el deseo a su mejor aliado. En los besos de amor, en el sexo apasionado y liberador, en el clima de la noche de boliche, ese espacio suspendido en el tiempo, artificial y real al mismo tiempo. Toda esta circulación de deseo, a veces acelerada, se percibe en lo que está detrás de las palabras, en la atmósfera intimista de la fotografía, en asociaciones que sugiere el montaje.
Es como si la película tuviera un movimiento interno que no para nunca, pase lo que pase. Aquí está lo extraordinario de la nueva película de Campillo: cuenta historias rodeadas de muerte haciendo que la vida sea la protagonista
120 pulsaciones por minuto (120 battements par minute, Francia, 2017). Puntaje: 9
Dirigida por Robin Campillo. Escrita por Robin Campillo y Philippe Mamgeot. Con Nahuel Pérez Biscayart, Adèle Haenel, Yves Heck, Arnaud Valois, Emmanuel Ménard, Antoine Reinartz y François Rabette. Fotografía: Jeanne Lapoirie. Música: Arnaud Rebotin. Montaje: Robin Campillo, Stephanie Leger, Anita Roth. Duración: 140 minutos.